LA PAZ


Qué decir de la paz, qué decir cuando nos están llegando cons­tantemente cientos, miles de imá­genes, de noticias, en radio, en prensa y televisión de violencia, de guerra. Sin embargo, y a pesar de todo eso, es mucho lo que se puede decir, y debemos decirlo mientras la situación a la que millones de seres humanos se ven sometidos sea esa que tanto terror nos causa.
Lo que vemos en las guerras no es más, a mi modo de entender, que la consecuencia de todos noso­tros con nuestros pequeños actos de cada día, es a causa del compor­tamiento de la humanidad en gene­ral, que, estalla aquí o allá, pero que más adelante puede estallara nues­tro lado, en nuestra propia ciudad. 

 ¿Acaso no lo ha hecho ya infinidad de veces­? ¿Qué punto de este pacífico y bello astro que flota armónico con su sistema no se ha visto asaltado a lo largo de la historia con una guerra sangrien­ta? ¿Qué parte de la Tierra nos podemos atrever a afirmar que está exenta de verse envuelta en una guerra desproporcionada? Ahora quizás hay más posibilidades que nunca de entrar en un conflicto mun­dial, porque un punto negro que exista puede dar lugar a ello, debi­do a las alianzas y pactos existen­tes en el tejido internacional de los estados. 

 Podría decirse que todo es cues­tión de tiempo. Una parte de la humanidad teme a la otra. Se teme en todos los sentidos, militarmente, económicamente, industrialmente, etc..., ni aún hoy somos capaces de convivir en  paz, en armonía, con verdadera fraterni­dad de viajeros, de vecinos en este mundo que nos debe transportar hacia una evolución y perfección cada día más pura y elevada, unida por lazos de amor y de compren­sión. Por contra sólo nos ha guiado nuestro instinto de rivalidad, de com­petencia, de superioridad, ¡pero qué clase de superioridad habría que añadir! 

 Creemos que la última guerra emprendida será eso, la última, pero no es así ¿por qué? Porque no cambiamos, es como si no asimilá­ramos bien las experiencias vivi­das, que necesitamos más y más sufrimiento. En efecto no hemos cambiado casi nada, somos los mis­mos que éramos, en distinta época, con distinto aspecto, pero en lo esencial somos los mismos, salvo eso sí, el indudable adelanto inte­lectual y tecnológico, que por care­cer de cualidades morales nos sirve muchas veces para nuestro propio perjuicio.

 Como no hemos cambiado, al menos hasta lo necesario, se vuel­ve a repetir la vieja historia, volve­mos a enfrentarnos, y el vencedor dicta nuevas leyes, saca provecho de su victoria, se firman nuevos tratados y pactos, que, a la larga, visto está no sirven de mucho. 

 La solución no está como se puede comprender fácilmente en la firma de pactos y tratados. Una firma de por sí no es capaz de contener la sed de venganza, el afán de poder, el odio, el rencor, las enemistades en general. La solu­ción no es tampoco entrar en gue­rrear cada unos cuantos años, para que calmados los ánimos y recons­truidos los pueblos se vuelva a emprender otra batalla, como algu­nos piensan. 

 La solución está en cambiar to­dos y cada uno de nosotros indivi­dualmente. La paz no es un estado de las cosas. La paz es una viven­cia interior, es un estado del alma humana que de una vez por todas desea vivir. Vivir en paz consigo misma, libre de odios y de rencor, libre de egoísmo, de maldad, de la ambición del poder, para trans­mutarlas por las cualidades y valo­res del espíritu tan ansiados en plan espiritual, pero que tan poco eco tienen en el discurso político, ya que se habla de paz, pero no se instruye sobre los caminos que cada uno como personas debemos seguir, se­ habla de paz pero, respal­dados por ejércitos, bombas....

 Se habla de desarme, de desnuclearización, pero antes que todo eso ya guerreábamos con piedras, con lanzas y como se podía en cada época. Luego lo que hay que desar­mar es nuestro corazón primero, entonces para nada servirán las armas porque no tendrán ningún objeto; eliminemos el odio de nues­tro corazón, el egoísmo de nuestra alma y el orgullo y la soberbia de nuestra mente, y habremos dado con la solución al problema. Esta es la clave para que no existan tantos conflictos, que abarcan desde el interior de cada hogar hasta nacio­nes y continentes enteros, enzarza­dos en luchas que son al final lu­chas de intereses de todo tipo. 

 El origen es el mismo siempre, da lo mismo que el conflicto sea de carácter doméstico, que de carác­ter nacional, es siempre la falta de comprensión y de amor, y el deseo de predominio del uno sobre el otro. Es por eso que insisto en la necesi­dad de reconocer nuestros errores pequeños de cada día y trabajar sobre ellos. 

 Para que la historia no se repita, siendo esta la asignatura pendiente de nuestra humanidad, construya­mos la paz cada uno de nosotros en nuestros corazones, comenzando por las parejas que deben llegar a entenderse con cariño, con com­prensión y amor, transmitiendo así a los hijos el respeto hacia los de­más, la ayuda hacia sus hermanos y amigos, extirpándoles la envidia y los celos, la comodidad y la rebel­día, el egoísmo y demás taras de las que ya son portadores, como agen­tes traídos de otras existencias, construyamos un hogar basado en la armonía, en la tolerancia, en el respeto, etc..., y estaremos haciendo las bases de una nueva sociedad libre de sectarismos, rivalidades, y de toda causa que da después lugar a las riñas y enfrentamientos. 

 Aprendamos a compartir lo que tenemos, a tolerar las faltas y cómo no las diferencias, como a nosotros nos gusta que nos toleren las nues­tras. ¿Por qué en una ciudad o nación no pueden convivir todo tipo de personas, sean de cualquier raza o color? ¿Es que acaso importa algo el color de la piel? El color de la piel es como el color de la fachada de una casa, a la que si no se entra dentro no se sabe si es confortable o no, etc..., Todos los seres humanos somos iguales, tan sólo nos dife­rencian nuestros valores morales, la forma de ser. La fachada muchas veces no se corresponde con el interior, esto es lo que cuenta a la hora de la verdad. La raza o el color nada aportan a la persona. 

 El espíritu a la hora de una nue­va encarnación escoge lo que más va a ayudarle en su nueva vida para su progreso espiritual. No hay un tipo de espíritus que tengan el privi­legio de encarnar en una raza y color determinados, en una socie­dad u otra, todos debemos pasar por distintas pruebas y experien­cias a fin de enriquecernos y valorar las distintas situaciones que la vida humana nos aporta como aprendi­zaje en nuestro peregrinar hacia mejores estaciones. Esta es una gran lección que debemos apren­der. 

 Cuántas personas abusaron de su clase y posición, de su raza y color, en una existencia y tienen que venir después a saldar sus erro­res poniéndose por ley en las mis­mas condiciones de aquellos a quie­nes humilló y abusó. De aquí que el conocimiento de esta Ley Universal de la rencarnación, ­ como una ley plural de pruebas y experiencias para el espíritu sea el mejor tratado para la paz, para establecer de una vez por todas la igualdad, la justicia y la fraternidad entre todos los pue­blos de la Tierra. Sepamos sin gé­nero de dudas que todos somos iguales a los ojos de Dios y que su ley no mira el color de la piel o la raza, y que su obra, que es una obra de amor nos obliga a ayudar a los más necesitados, de aquí que este planteamiento netamente espiritual valedero en los mundos superiores al nuestro, sea la base de su estruc­tura y del pleno funcionamiento de esas humanidades libres ya de los peligros de la guerras a escala local y nacional, a diferencia del nuestro. 

 Luego el establecimiento de la paz, no corre por cuenta de los parlamentos y los gobiernos, que a veces se ven obligados por la fuer­za de las circunstancias a entrar en conflictos. La paz debemos hacerla entre todos. Debemos comenzar a estar en paz con nosotros mismos, para después poder vivir en paz con nuestros semejantes. 

 F. H. H. ( Grupo de Villena)
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