Los monumentos de las civilizaciones antiguas no honran a la divina virtud.
Las ruinas del palacio de Nabucodonosor, en el suelo en el que se alzaba la grandeza de
Babilonia hablan, sencillamente, de la pompa y el poder que los siglos han extinguido.
En las memorias del Egipto glorioso, las pirámides no se refieren a la compasión.
Los famosos hipogeos de Persépolis son certificados de orgullo racial.
Las murallas de la China trasuntan la preocupación por la defensa.
En los viejos santuarios de la India, el Todopoderoso es venerado por millones de fieles
indiscutiblemente sinceros, pero deliberadamente apartados de sus semejantes nacidos
en la condición de parias despreciables.
La Acrópolis de Atenas, con sus respetables columnas, es loor a la inteligencia.
El Coliseo de Vespasiano en Roma, es un monumento levantado al triunfo bélico, para
las expansiones de la alegría popular.
Durante miles de años el hombre ha admitido la hegemonía de los más fuertes y la ha
consagrado a través del arte y la cultura que fue susceptible de crear y desarrollar.
Sin embargo, con Jesús el panorama social experimenta transformaciones decisivas.
El Maestro no se limita a enseñar el bien. Desciende a convivir con la multitud y lo
materializa con su propio esfuerzo.
Cura a los enfermos en la vía pública, sin ceremonias, y ayuda a millares de oyentes,
amparándolos en la solución de los más complica dos problemas de índole moral, sin
valerse de la etiqueta del culto externo.
Lega a sus discípulos la parábola del buen samaritano que enaltece, para siempre, la
misión sublime de la caridad.
La anécdota es sencilla y elocuente.
Transmite Lucas la palabra del Celeste Orientador explicando que "descendía un
hombre desde Jerusalén hacia Jericó y cayó en manos de ladrones que lo asaltaron,
apaleándolo y dejándolo casi muerto. Ocasionalmente pasó por el mismo camino un
sacerdote, y al verlo siguió de largo. Y del mismo modo también un levita, acercándose
al lugar y observándolo, continuó su camino. Pero un samaritano que iba de viaje llegó
hasta él, y al verlo se conmovió de íntima piedad. Aproximándose al infortunado curó
sus heridas, lo ubicó sobre su cabalgadura y solícito le proporcionó asilo en una
posada".
Vemos, en el relato, que el Señor coloca como necesitado, sencillamente, a "un
hombre".
No identifica su raza, color, posición social o sus puntos de vista.
En él está representada la Humanidad sufriente que carece del auxilio de criaturas que
enciendan la luz de la caridad, por sobre cualquier preconcepto de clase o religión.
Desde entonces surge en la Tierra un nuevo movimiento de solidaridad humana.
Con el transcurso del tiempo, los apóstoles se dispersan y enseñan en diferentes lugares
del mundo que “mas vale dar que recibir”.
E inspirados en la lección del Señor, los pioneros del bien sustituyen los valles de
inmundicia por confortables hospitales, combaten vicios multímilenarios con orfanatos
y albergues infantiles, instalan escuelas donde se proporciona cultura a los esclavos,
crean instituciones de socorro y previsión, mientras que la sociedad da lugar a la
mendicidad en los mas débiles. Y como genio cristiano en la Tierra, la caridad continúa
creciendo con los siglos a través de la bondad de un Francisco de Asís, de la dedicación
de un Vicente de Paúl, de la beneficencia de un Rockefeller o de la fraternidad de un
compañero anónimo de la vía pública, para evidenciar, valerosa y sublime, que el
Espíritu de Cristo continúa obrando con nosotros y por nosotros.
( Del libro "Derrotero" del espíritu Emmanuel )
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FUNCIONES DE LOS GUÍAS
ESPIRITUALES
Para favorecer el trabajo de los guías el hombre ha de
elevarse espiritualmente, expurgando sus pecados,
abandonando sus vicios, dominando las pasiones
peligrosas y despreciando los placeres lascivos de la carne. De esa forma, se sintoniza
con los planos espirituales superiores y puede recibir de los espíritus benefactores la
orientación segura y provechosa, para cumplir con su destino educativo en el mundo
material.
Aunque nunca le faltan las enseñanzas adecuadas a cada pueblo de la tierra, pues por
toda ella, han encarnado entidades excepcionales que se dedican heroicamente a
orientar al hombre terrenal para que alcance su definitiva Ventura Espiritual.
Buda instruyó a los asiáticos, Hermes a los egipcios, Pitágoras a los griegos, Zoroastro
a los persas, mientras Jesús resumió todas sus enseñanzas en el Evangelio y Allan
Kardec las popularizó por medio de la Codificación Espírita.
El habito del Bien y la integración definitiva del Hombre a los preconceptos
evangélicos de Jesús, despiertan las fuerzas creadoras del alma y la inmunizan
contra los ataques perversos y capciosos de las entidades de las tinieblas. Solo la vida
espiritual superior permite al hombre oír la voz de su guía vibrando en la intimidad de su
alma, evitando los recursos drásticos y dolorosos que lo Alto, a veces, necesita
movilizar para reprimir las actividades ilícitas y peligrosas.
Los guías, muchas veces se sirven de espíritus inferiores para perturbar a sus
tutelados encarnados, para apartarlos de actividades que puedan perjudicarles, para
conseguir su integridad espiritual. Ellos actúan sin sentimentalismo, con severidad,
como el padre con el hijo indisciplinado, que está entregado a hábitos nocivos.
Los mentores espirituales recurren a los fluidos agresivos y algunas veces, hasta
enfermizos, de los espíritus inferiores, a fin de retener en el lecho de sufrimiento a los
tutelados imprudentes que no prestan atención a sus intuiciones benefactoras. A veces,
cuando la necesidad lo impone, recurre hasta el accidente correctivo, como una
medida de urgencia para interrumpir las actividades nocivas a terceros y así mismo.
Aunque nos parezcan estas providencias de los guías violentas y crueles, su objetivo es
el de obligar a los imprudentes a apartarse de los focos del mal, evitándoles mayores
prejuicios para el espíritu, comprometido ya en el pasado.
Los guías, echan mano de los medios enérgicos, debilitando la integridad fisica de los
pupilos, cuando estos son refractarios a las sugestiones para liberarlos de los vicios y
pasiones destructivas. De esa forma, los movilizan a través del sufrimiento, en el
lecho del dolor, con el fin de desviarlos de los pecados y para que no le sucedan cosas
peores.
Muchas personas van a los centros espiritas para que los espíritus inferiores que les
perturban se alejen, quejándose de su influencia, ignorando muchos de ellos que es bueno
pues su guías se valen de ello para preservarlos de mayores prejuicios.
Es solo apenas una interferencia compulsiva sobre los hombres imprudentes, y cuyo
objetivo, es reducir sus actividades nocivas.
Subyugados por la carga de fluidos molestos de esos espíritus colaboradores, las personas
dejan las aventuras extra conyugales censurables, se alejan de los vicios del juego y
evitan los ambientes corrompidos donde domina el toxico del alcohol. Se sienten
desanimados, febriles y buscan un lecho para descansar, completamente
indispuestos, o imposibilitados para seguir en los deslices de sus compañeros. No
siempre esto es así, a veces se trata de un proceso obsesivo dirigido por espíritus de las
sombras. En ambos casos, los fluidos perniciosos o agresivos desaparecen en sus
acciones indeseables; en cuanto las victimas ejecutan objetivos constructivos.
Es como el padre severo, ante el hijo rebelde, que no hace caso de sus consejos,
resolviendo adoptar métodos más rigurosos y eficaces. Esos recursos drásticos,
aunque criticables en apariencia, muchas veces evitan que los encarnados ingresen en la
senda criminal, que podría llevarlos a la cárcel, o impedirles las aventuras que
machacarían el buen nombre y prestigio de la familia, evitándoles la unión ilícita con la
mujer adultera, o apartándole de negocios sucios.
El saneamiento, no se refiere propiamente al cuerpo transitorio, sino al espíritu eterno.
Alcanza al rico y al pobre, a la criatura culta y al ignorante.
Este mal no desaparecerá mientras el espíritu rebelde no modifique su
conducta beneficiosamente. Si la cura la disponen los guías, hasta parecerá fácil y en
algunos casos milagrosa.
Los guías utilizan este método cuando fallan todos los recursos suaves, entonces
convocan a ciertos espíritus de graduación primaria, obedientes, aunque de
graduación primaria, para que, con sus fluidos mortificantes actúen sobre sus
negligentes pupilos encarnados.
Son muy pocos los hombres cuya conducta espiritual elevada les permite la sintonía
constante con las fajas vibratorias espirituales de la intuición pura. La inestabilidad
mental y emotiva, muy común entre los encarnados, los aísla de las intuiciones
saludables de sus guías; por eso se hace necesaria la disciplina correctiva y drástica,
capaz de anularles los impulsos pecaminosos.
La chispa Divina, cuando surge en el alma humana, en un momento de gran
ternura o sensibilidad espiritual, atiza el fuego renovador del espíritu y transforma al
“Harapo humano” en un héroe, o al tirano en santo.
Múltiples ejemplos hay de ello, Maria de Magdalena se despojó de sus joyas y
abandono su palacio, Pedro le bastó una simple invitación para seguir al Maestro. No
importan los siglos y los milenios que hayamos vivido en la materia en contacto
con la animalidad, en el sentido de desenvolver nuestra conciencia, si en el momento
oportuno, de madurez y progreso espiritual, el ángel que vive en nosotros
asume definitivamente la dirección de nuestro ser.
Los credos, las religiones, los cursos iniciáticos y las doctrinas espiritualistas ayudan al
hombre a distinguir el verdadero camino. Solamente la autorrealización el vivir en si
mismo las enseñanzas evangélicas, es lo que nos eleva y permite divisar las alturas.
El hombre cuando está encarnado desaprovechar el tiempo, para su autorrealización
superior, dado que ya conoce el programa que lo conduce a la felicidad.
Todo espíritu tiene el derecho de buscar el clima que le es más propicio, pero es obvio que
ha de sufrir, en sí mismo, los buenas o malos efectos del ambiente que su libre albedrío
elige para vivir.
Trabajo realizado por Merchita
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Todos tenemos en nuestro interior la conciencia, ella es un marcador que
conforme vamos despertando a la luz, se hace más sonoro. La conciencia
es el conocimiento de lo que es bueno y lo que es malo.
La conciencia es un dato positivo, una realidad antropológica y social que nadie
puede animarse a negar. Ella influye sobre nuestra vida, sobre
nuestro comportamiento en las relaciones humanas y, por
eso, se proyecta de una manera innegable en el plano de lo sensible.
Sabemos que la conciencia varia de grados en lo relacionado con su estructura
y su coherencia. Y sabemos también cuales son los peligros concretos de
una conciencia inmadura, aun no suficientemente definida, y, por tanto, indolente o incoherente,
contradictoria, que puede producir catástrofes en el ámbito de su influencia o de su dominio.
Las variaciones de la moral entre los grupos humanos y las mismas civilizaciones devienen más del
grado evolutivo de la conciencia dominante en la sociedad que de los factores meso lógicos y sus
consecuencias económicas. En el plano religioso, la conciencia es un factor determinante de la realidad
religiosa. La conciencia judaica de Saulo de Tarso hizo de él un perseguidor sanguinario de los
cristianos primitivos, el lapidador cruel de Esteban. Más, al reaccionar su conciencia ante los principios
cristianos, él se transformó en el Apóstol de los Gentiles y en el mayor propagador del Cristianismo.
Las exigencias de la conciencia son siempre las mismas en todos los hombres. Las variaciones de
grados y de coherencia son consecuencia del proceso de maduración y de las condiciones del medio y
de la educación. La conciencia madura en la proporción en que las experiencias van revelando al
Espíritu su ansia latente de trascendencia. La voluntad de poder -de Nietzsche-, es el primer impulso que
lleva al hombre, todavía en la selva, a querer sobrepujar a los demás, elevándose por encima de las
condiciones generales del medio. Ese impulso se prolongará en el proceso evolutivo. El hombre se envanece
de su capacidad de subyugar a su prójimo, de mandar, de imponer miedo, respeto, sometiéndolo
todo a su voluntad. Su conciencia se abre en el plano individual, más, encerrándose en si misma. Es el reconocimiento de su poder que, naturalmente, lo embriaga y lo conduce hacia excesos peligrosos. Pero
en la proporción en que las ligaciones del clan se desarrollan, el parentesco, la simpatía y las
afinidades se manifiestan, la embriaguez del poder va siendo atenuada, contenida por el influjo de los
límites inevitables. Luego, el agotamiento progresivo de las fuerzas físicas y el peligro a las enfermedades
, a la competición con iguales o más fuertes que él, y, por fin, a la certeza de la muerte irán
abatiendo su arrogancia. En las reencarnaciones sucesivas esas experiencias se renuevan, pero el
impulso de trascendencia se acentúa, llevándolo a procurar otros medios de superación: El poder
social, la hipocresía, la estrategia de las posesiones materiales y de las posiciones de mando. Sólo
lentamente, durante el transcurso del tiempo, aprisionado por las reacciones que lo enredan en
situaciones difíciles, muchas veces torturantes, nuestra conciencia comienza a abrirse hacia el respeto
de los derechos de los demás. La interacción social, en la reciprocidad de las obligaciones y de las
necesidades, en la transformación de los instintos en sentimientos, irá poco a poco despertándonos hacia
nuevas dimensiones de consciencia.
La manera de conseguir actuar correctamente, es, pues, educar nuestra razón en los principios de la
moral cristiana para que no valoremos incorrectamente sobre la bondad o maldad de las cosas y de las
acciones.
La conciencia moral se adquiere. La tomamos del entorno en el que nos hemos desarrollado. los
valores dominantes en los grupos sociales que nos movemos afectan nuestro modo de ver las cosas
y las acciones. A lo largo de nuestra vida, vamos desarrollando y variando la conciencia,
aunque lo fundamental de la misma se adquiere en la infancia y adolescencia.
El discernimiento moral no es posible sin un corazón convertido que busca ante todo y sobre todo el bien.
La conciencia es una realidad inseparable de la persona, pues afecta a toda la realidad humana; tiene
que ver con los criterios, las sensibilidades, las implicaciones y las decisiones.
La formación de la conciencia moral tiene como meta la formación de personas autónomas que, al tiempo,
sean profundamente solidarias. Esto supone una educación moral para lo positivo y desde lo positivo que
parte de la confianza en el niño y el adolescente para que se sienten incondicionalmente queridos y
aceptados.
- Mercedes Cruz -
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