lunes, 19 de junio de 2017

La idea de la Reencarnación



Sumario de los temas abordados hoy:

- Los Dogmas, los Sacramentos y el Culto (continuación)
- La idea de la Reencarnación
- Utilidad de las evocaciones particulares




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                                  LOS DOGMAS, LOS SACRAMENTOS Y EL CULTO (Continuación desde el anterior)


      Realmente, Satanás no pasa de una alegoría. Satanás es el símbolo del mal. El mal, sin embargo, no es un principio eterno, coexistente con el bien. Ha de pasar. El mal es el estado transitorio de los seres en vías de evolución. 
       No hay ni laguna ni imperfección en el Universo. La obra divina es armónica y perfecta. De esa obra el hombre no ve sino un fragmento y, todavía, pretende juzgarla a través de sus estrechas percepciones. El hombre, en la vida presente, no es mas que un punto en el tiempo y en el espacio. Para juzgar la Creación,le sería preciso comprenderla enteramente, medir la escala de los mundos que es llamado a recorrer, y la sucesión de las existencias que lo aguardan en el seno de los siglos por venir. Ese vasto conjunto escapa a sus concepciones; de ahí sus errores; de ahí la deficiencia de sus apreciaciones. 
       Casi siempre lo que llamamos el mal es solo el sufrimiento; pero este es necesario, porque solo él conduce a la comprensión. Por él aprende el hombre a diferenciar, a analizar sus sensaciones. 

        El alma es una centella proyectada del eterno foco creador. Es por el sufrimiento que ella alcanza la plenitud de su brillo, la plena consciencia de sí misma. El dolor es como la sombra que hace sobresalir y apreciar la luz. ¿Sin la noche, acaso contemplaríamos las estrellas? El dolor quiebra las cadenas de las fatalidades materiales y franquea al alma evasiones hacia la vida superior. 
        Desde el punto de vista físico, el mal, el sufrimiento, son muchas veces cosas relativas y de pura convención. Las sensaciones varían hasta el infinito, conforme las personas; agradables para unos, dolorosas para otros. Hay mundos muy diferentes del medio terrestre, en los cuales todo sería penoso para nosotros, al paso que otros hombres pueden en ellos vivir cómodamente. 
       Si hiciéramos abstracción del estrecho medio en que vivimos, el mal ya no nos aparecerá como causa fija, principio inmutable, mas como efectos pasajeros variando con los individuos, transformándose y atenuándose con su perfeccionamiento. 
      El hombre, ignorante al comienzo de su jornada, tiene que desarrollar la inteligencia y la voluntad por medio de constantes esfuerzos. En la lucha que empeña contra la Naturaleza, la energia se le fortalece, el ser moral se afirma y engrandece. Gracias a esa lucha es que se realiza el progreso y se efetúa la ascensión de la  Humanidad subiendo, de estancia en estancia, de escalón en escalón para el bien y lo mejor, conquistando ella misma su preponderancia sobre el mundo material. 
     Creado feliz y perfecto, el hombre habría quedado confundido en la perfección divina; no habría podido individualizar el principio espiritual existente en él. No habría habido en el Universo ni trabajo, ni esfuerzos, ni progreso; nada, a no ser la inmovilidad, la inercia. La evolución de los seres seria sustituida por una triste y monótona perfección. Sería el paraíso católico. 
      Bajo el látigo de la necesidad, bajo el aguijón del dolor, el hombre camina, avanza, se eleva y, de existencia en existencia, de progreso en progreso, llega a imprimir al mundo el sello de su dominio e inteligencia. 
      Lo mismo acontece con el mal moral. Como el mal físico, este no es mas que un aspecto pasajero, una forma transitoria de la vida universal. el hombre practica el mal por ignorancia, por debilidad, y sus actos reaccionan contra él. El mal es la lucha que se traba entre las potencias inferiores de la materia y las potencias superiores que constituyen el ser pensante, su verdadero «yo», Del mal, sin embargo, y del sufrimiento nacerán, un día, la felicidad y la virtud. Cuando el alma haya suplantado las influencias materiales, será como si para ella el mal nunca hubiese existido. 
      No es, pues, el infierno que lucha contra Dios; no es Satanás que arma las celadas por el mundo, no ; es el alma humana que busca, en la sombra, su camino; ella que hace esfuerzos por afirmar su personalidad progresiva y, después de muchos desfallecimientos, caídas y resurgimientos, domina los vicios, conquista la fuerza moral y la verdadera luz. Es así que, lentamente, de edad en edad, a través del flujo y reflujo de las pasiones, el progreso se acentúa, el bien se realiza. 
      El imperio del mal son los mundos inferiores, tenebrosos; es la multitud de las almas retardatarias que se agitan en las veredas del error y del crimen, en torbellino en el círculo de las existencias materiales, y que, ante la fricción de las pruebas, bajo el látigo del dolor, emergen lentamente de ese piélago de sombra, de egoísmo y de miseria, para iluminarse a los rayos de la caridad y de la ciencia. Satanás es la ignorancia, la materia y sus groseras influencias; Dios es el conocimiento, la sublime claridad, un rayo el cual ilumina toda conciencia humana. 
      La marcha de la Humanidad se efectuará en busca de  elevadas cumbres. El espíritu moderno se liberará, cada vez mas, de los preconceptos del pasado. La vida perderá el aspecto cruel de los siglos intransigentes, para tornarse el campo fecundo y pacífico, en el cual el hombre trabajará en el desenvolvimento de sus facultades y cualidades morales. 
Allá no llegamos ciertamente, todavía; el mal en la Tierra no está extinto; la lucha no terminó, los vicios, las pasiones fermentan en el fondo del alma humana. Hay que temer todavía conflictos terribles y tempestades sociales. Por todas partes, sordos ruidos, vehementes reivindicaciones se hacen oír. 
      La lucha es necesaria en los mundos de la materia, para arrancar al hombre de su entorpecimiento, de sus groseros apetitos, para preparar al advenimiento de una nueva sociedad. Como la centella brota del rozamiento de las piedras, así, al choque de las pasiones puede surgir un ideal nuevo, una forma superior de la justicia, por la cual la Humanidad modelará sus instituciones. 
      El hombre moderno ya siente aumentar en sí a conciencia de su papel y de su valor. En breve él se sentirá vinculado al Universo, participando de su vida inmensa; se reconocerá para siempre ciudadano del cielo. Por su inteligencia, por su alma, el hombre sabrá intervenir, colaborar en la obra universal; se tornará creador a su vez; se hará operario de Dios. 
      La nueva revelación le habrá enseñado a conocerse, a conocer la naturaleza del alma, su oficio y sus destinos. Ella le atestará el doble poder que posee sobre el mundo de la materia y el del espíritu. 
     Todas las incoherencias, todas las aparentes contradicciones de la obra divina le serán aclaradas. Lo que denominaba mal físico y mal moral, todo lo que se le figuraba negación del bien, de lo bello, de lo justo, se unificará en los contornos de una obra majestuosa y sólida, en la armonía de sabias y profundas leyes. 
     El hombre verá desvanecerse el sueño aterrador, la pesadilla de la condenación; elevará el alma hasta el espacio en que se expande el divino pensamiento, hasta el espacio de donde desciende el perdón de todas las faltas, el pago de todos los crímenes, el consuelo para todos los dolores, hasta el espacio radiante en que la misericordia eterna asienta su imperio. 
      Las potencias del infierno se disiparán para siempre; el reino de Satanás habrá acabado; el alma, libre de sus terrores, se reirá de los fantasmas que tanto tiempo la amedrentaran. 

      Deberemos hablar de la resurrección de la carne, dogma según el cual los átomos de nuestro cuerpo carnal, diseminados, dispersos en mil nuevos cuerpos, deban reunirse un día, reconstituir nuestro envoltorio y participar en el juicio final. 
       Las leyes de la evolución material, la circulación incesante de la vida, el juego de las moléculas que, en innumerables cadenas, pasan de forma en forma, de organismo en organismo, tornan inadmisible esa teoría. 
      El cuerpo humano constantemente se modifica; los elementos que lo componen se renuevan completamente en algunos años. Ninguno de los átomos actuales de nuestra carne se volverá a encontrar en la ocasión de la muerte, por poco que se prolongue nuestra vida, y los que entonces constituyeren nuestro envoltorio, serán dispersos a los cuatro vientos del infinito.  
       La mayor parte de los padres de la Iglesia lo entendían de otro modo. Conocían ellos la existencia del perispíritu, de ese cuerpo fluidico, sutil, imponderable, que es el envoltorio permanente del alma, antes, durante y después de la vida terrestre; lo denominaban cuerpo espiritual. San Pablo, Orígenes y los sacerdotes de Alejandría afirmaban su existencia. En su opinión, los cuerpos de los ángeles y de los escogidos, formados con ese elemento sutil, eran «incorruptibles, delgados, tenues y soberanamente ágiles» . Por eso no atribuían ellos la resurrección sino a ese cuerpo espiritual, lo cual resume, en su sustancia quintaesenciada, todos los envoltorios groseros, todos los revestimientos perecibles que el alma tomó y después abandonó, en sus peregrinaciones a través de los mundos. 
     El perispíritu, penetrando con su energía todas las materias pasajeras de la vida terrestre, es de hecho el cuerpo esencial. 
     La cuestión se encontraba, de ese modo, simplificada. Esa creencia de los primeros padres en el cuerpo espiritual lanzaba, además de eso, una luz vivísima sobre el problema de las manifestaciones ocultas 
Tertuliano dice ("De carne Christi", Cap. VI): 
"Los ángeles tienen un cuerpo que les es propio y que se puede transfigurar en carne humana; ellos pueden, por cierto tiempo, tomarse perceptibles a los hombres y con ellos comunicarse visiblemente. " 
     Hágase extensivo a los espíritus de los muertos el poder que Tertuliano atribuye a los ángeles, ¡y ahí habremos explicado el fenómeno de las materializaciones y de las apariciones! 
     Por otro lado, si consultamos con atención las Escrituras, notaremos que el sentido grosero atribuido a la resurrección, en nuestros días, por la Iglesia, no se justifica absolutamente. Ahí no encontraremos la expresión: resurrección de la carne, y sí: resucitar de entre los muertos (a mortuis resurgere), y, en un sentido más general: la resurrección de los muertos (resurrectio mortuorum). Es grande la diferencia. 
     Según los textos, la resurrección tomada en el sentido espiritual es el renacimiento en la vida de mas allá de la tumba, la espiritualización de la forma humana para los que de ella son dignos, y no a operación química que reconstituyese elementos materiales; es la purificación del alma y de su Perispíritu, esbozo fluídico que conforma el cuerpo material para el tiempo de vida terrestre. 
      Es lo que el apóstol se esforzaba por hacer comprender : 
"Se siembra el cuerpo en corrupción, resucitará en incorrupción; se siembra en vileza, resucitará en gloria; se siembra en flaqueza, resucitará en vigor. Es sembrado el cuerpo animal, resucitará el cuerpo espiritual. . Yo os lo digo, mis hermanos, la carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios, ni la corrupción poseerá la incorruptibilidad." 
Muchos teólogos adoptan esa interpretación, dando a los cuerpos resucitados propiedades desconocidas de la materia carnal, haciéndolos «luminosos, ágiles como Espíritus, sutiles como el éter, e impasibles» . 
Tal es el verdadero sentido de la resurrección de los muertos, como los primeros cristianos la entendían. 

     Si vemos, en una época posterior, aparecer en ciertos documentos, y en particular en el símbolo apócrifo de los apóstoles, la expresión «resurrección de la carne», es eso siempre en el sentido de la reencarnación  -o sea, de vuelta a la vida material - acto por el cual el alma reviste una nueva carne para recorrer el campo de sus existencias terrestres. 

     El Cristianismo bajo el triple aspecto que revistió en nuestros días: catolicismo romano, protestantismo ortodoxo, o religión griega, no se constituyó integralmente en un solo momento, como creen muchos, sino lentamente, a través de los siglos, en medio de indecisiones, de luchas encarnizadas y de profundas conmociones político - sociales. Cada dogma que se edificaba sobre otro, venía a afirmar lo que los anteriores tiempos habían repelido. El propio siglo XIX vio promulgados dos dogmas de los más contestados y controvertidos: - Los de la inmaculada concepción y de la infalibilidad papal, de los cuales dijo un padre católico de gran merecimiento: «inspiran muy poca veneración, cuando se vio como fueron hechos» . 
     Entretanto, esa obra de los siglos, de que la tradición eclesiástica hizo una doctrina ininteligible, habría podido tornarse el implemento de una religión racional, de conformidad con los datos de la Ciencia y las exigencias del sentido común, si, en lugar de tomar cada dogma al pié de la letra, hubiesen querido ver una imagen, un símbolo transparente. 
      Despojando al dogma cristiano de su carácter sobrenatural, se podría casi siempre encontrar en él una idea filosófica, una enseñanza sustancial.  
     La Trinidad, por ejemplo, definida por la Iglesia «un solo Dios en tres personas», no sería, desde aquel punto de vista, sino un concepto del espíritu representando a la Divinidad bajo tres aspectos esenciales: la Ley viva e inmutable es el Padre; la Razón o sabiduría eterna es el hijo; el Amor potencia creadora y fecundante es el Espíritu-Santo. 
La encarnación de Cristo es la divina sabiduría descendiendo del cielo a la Humanidad, tomando en ella cuerpo para constituir un tipo de perfección moral, ofrecido como ejemplo a los hombres, que él inició en la gran ley del sacrificio. 
      El pecado original, es la culpa de la que el hombre tiene la responsabilidad, es la de sus anteriores existencias que él debe extinguir por sus méritos, resignación y coraje en las pruebas. 
       Así se podrían explicar de un modo simple, claro, racional, todos los antiguos dogmas del Cristianismo, los que proceden de la doctrina secreta enseñada en los primeros siglos, cuya llave se perdió y cuyo sentido quedó desconocido. 
      En cuanto a los dogmas modernos, en ellos no se puede ver mas que un producto de la ambición sacerdotal. No fueran promulgados sino para tornar mas completa la esclavitud de las almas. 
       Por profundo, sin embargo, que sea el pensamiento filosófico, oculto bajo el símbolo, él no bastaría de ahora en adelante para una restauración de las creencias humanas. Las leyes superiores y los destinos del alma nos son revelados por voces mucho más autorizadas que las de los antiguos pensadores: son las de los seres que habitan el espacio y viven esa vida fluídica, que ha de un día ser la nuestra. 

        Esa revelación ha de servir de base a las creencias del futuro, porque ofrece una brillante demostración de esa otra vida de la que el alma tiene sed, de ese mundo espiritual al que ella aspira, y que hasta ahora las religiones la presentaran bajo formas tan incompletas o quiméricas. 

      La explicación racional de los dogmas puede ser extendida a los sacramentos, instituciones respetables, consideradas como figuras simbólicas, como medios de adiestramiento moral y disciplina religiosa, mas que no se podrían tomar al pié de la letra, en el sentido impuesto por la Iglesia. 
       Lo que dijésemos del pecado original nos conduce a considerar el bautismo como simple ceremonia iniciática, o de consagración, porque el agua es impotente para limpiar de sus máculas al alma. 
      La confirmación, o imposición da las manos es el acto de transmisión de los dones fluídicos, del poder del apóstol a otra persona, que él así colocaba en relación con lo invisible. Ese poder no se justifica sino por merecimientos adquiridos en el curso de anteriores existencias. 
       La penitencia y la remisión de los pecados dieran origen a la confesión, pública al principio y hecha a otros cristianos, o directamente a Dios; después auricular, en la 
Iglesia Católica, y dirigida al sacerdote. Este, constituido árbitro exclusivo, juzgó indispensable ese medio para iluminarse y discernir los casos en que era merecida la absolución. ¿Puede, él, todavía, pronunciarse jamás con seguridad? La constricción del penitente, dice la Iglesia, es necesaria. Mas, ¿cómo asegurar que sea suficiente y verdadera esa constricción? La decisión del padre deriva de la confesión de las faltas; ¿es siempre cierto que esa confesión sea completa? 
         Si consultamos todos los textos en que se funda la institución de la confesión, en ellos solo encontramos una cosa: es que el hombre debe reconocer las ofensas cometidas contra el prójimo; es que él debe confesar ante Dios sus faltas. De esos textos antes resulta esta consideración: la consciencia individual es sagrada; solo depende de Dios directamente. Nada ahí autoriza la pretensión del padre, de erigirse en juzgador. 
        ¿Que dice S. Pablo, hablando de la comunión y de los que de ella son dignos? 
"Examínese, pues, el hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz. "          (I Epístola a los Corintios, XI, 28) 
         Este  guarda silencio en lo que respecta a la confesión, en nuestros días considerada indispensable en circunstancia equivalente. 
          S. Juan Crisóstomo, en un caso semejante, dice: 
"Revelad a Dios vuestra vida; confesad vuestros pecados a Dios; confesaos a vuestro juez, suplicándole, sino con la voz, al menos mentalmente, y suplicadle de tal suerte que él os perdone." (Homília, XXXI, sobre la Epístola a los Hebreos). 
         La confesión auricular nunca fue practicada en los primeros tiempos del Cristianismo; no fue instituida por Jesús, y sí por los hombres. 

         En cuanto al perdón de los pecados, deducida de estas palabras de Cristo: «Lo que fuera atado en la tierra será atado en los cielos», parece que este modo de manifestar se aplica, de preferencia, a los hábitos, a los apetitos materiales contraídos por el Espíritu durante la vida terrestre, y que lo prenden, fluidicamente a la Tierra después de la muerte. 
        Viene después la Eucaristía, o presencia real del cuerpo y de la sangre de Jesucristo, la hostia consagrada, el sacrificio de la cruz todos los días renovado sobre los millares de altares de la catolicidad, la voz del sacerdote, y con la absorción por los fieles, del cuerpo vivo y ensangrentado de Cristo, según la fórmula del catecismo del concilio de Trento; 
"No es solamente el cuerpo de Jesucristo que contiene la Eucaristía, con todo lo que constituye un verdadero cuerpo, como los huesos y los nervios; es enteramente el propio Jesucristo. " 
       ¿De donde proviene ese misterio afirmado por la Iglesia? De palabras de Jesús, tomadas al pié de la letra, y que tenían un carácter puramente simbólico. Ese carácter, además, está claramente indicado en la frase acrecentada por él: «Haced esto, en memoria mía» (85). Con eso aleja Cristo cualquier idea de presencia real. No pretendió, evidentemente, hablar sino de su cuerpo espiritual, personificando el hombre regenerado por el espíritu de amor y de caridad. La comunión entre el ser humano y la naturaleza divina se opera por la unión moral con Dios; ella se realiza por enérgicos deseos del alma hacia su Padre, por aspiraciones constantes al divino foco. Toda ceremonia material es vana, si no corresponde a un estado elevado del corazón y del pensamiento. Llenadas esas condiciones, establece al contrario, como al comienzo acontecía, una relación misteriosa entre el hombre fervoroso y el mundo invisible. Influencias magnéticas bajan a ese hombre y la asamblea de la que él forma parte, y muchos experimentan sus beneficios. 
      El culto religioso es un legítimo homenaje prestado a la Omnipotencia; es la elevación del alma hacia su Creador, la relación natural y esencial del hombre con Dios. Las prácticas de esos cultos son de utilidad; las aspiraciones que despiertan, la poesía consoladora que de ahí se deriva, son un sustentáculo para el hombre, una protección contra sus propias pasiones. 
      Para hablar, todavía, al espíritu y al corazón del creyente, debe el culto ser sobrio en sus manifestaciones; debe renunciar a cualquier ostentación de riqueza material, siempre perjudicial al recogimiento y a la oración; no debe ceder el menor lugar a las supersticiones pueriles. Simple y grande en sus formas, debe dar la impresión de la divina majestad. En las épocas remotas, el culto exterior casi siempre ultrapasó los limites que le asigna una fe pura y elevada. Inducido por el fanatismo religioso resultante de su inferioridad moral y de su ignorancia, el hombre ofreció a la Divinidad sanguinolentos sacrificios; los curas encerraron el espíritu de las generaciones en una trama de terroríficas ceremonias. 
      Mudaran los tiempos; la inteligencia se desarrolló; se suavizaran las costumbres; mas la opresión sacerdotal se manifiesta todavía en nuestros días, en esos ritos bajo los cuales la idea de Dios se oculta y oscurece, en ese ceremonial cuyo esplendor y lujo subyugan los  
sentidos y desvían el pensamiento del elevado fin al que debiera encaminarse. ¿No hay, bajo ese fausto, en esas brillantes pompas del Catolicismo, un espíritu de dominio que todo procura invadir, enlazar, y que, bajo esas diferentes formas, con tales prácticas exteriores se aleja, cada vez mas, del verdadero ideal cristiano? 
      Es necesario, y urgente que el culto rendido a Dios vuelva a ser simple y austero en sus principios, como en sus manifestaciones. Cuantos progresos se realizarían si el culto, practicado en la familia, permitiese a todos sus miembros, reunidos y en recogimiento, elevar, en un mismo impulso de fe, pensamientos y corazones hacia el Eterno; si, en determinadas épocas, todos los creyentes se reuniesen para oír, de una voz autorizada, ¡la palabra de la verdad! Entonces, la doctrina de Jesús, mejor comprendida, sería amada y practicada; el culto, restituido a su carácter simple y sincero, ejercería una acción eficacísima en las almas. 
      A pesar de todo, el culto romano se obstina en conservar formas adoptadas de las antiguas religiones orientales, formas que nada  dicen al corazón y son para los fieles un hábito rutinario, sin influencia en su vida moral. Persiste en dirigirse a Dios, desde hace dos mil años, en una lengua que no se habla más(se escribió en el siglo XIX), con palabras que los labios murmuran, mas cuyo sentido ya no se percibe. 
     Todas esas manifestaciones tienden a desviar al hombre del estudio profundizado y de la reflexión que en él desarrollase la vida contemplativa. Las largas oraciones, el ceremonial pomposo, absorben los sentidos, mantiene la ilusión y habitúan al pensamiento a funcionar mecánicamente, sin la ayuda de la razón. 
     Todas las formas de culto romano son una herencia del pasado. Sus ceremonias, sus vasos de oro y plata, los cánticos, el agua lustral, son legados del Paganismo. Del Brahmanismo tomaron el altar, el fuego sagrado que en él arde, el pan y el licor consagrados en conjunto a la Divinidad. Del Budismo copiaran el celibato de los padres y la jerarquía sacerdotal. 
      Una lenta sustitución se produjo, en la cual se encuentran los vestigios de las creencias desaparecidas. Los dioses paganos se tornaran demonios. Las divinidades de los fenicios y de los asirios: Baal-Zebud (Belzebu), Astarot, Lucifer, fueron transformados en potencias infernales. Los demonios del Platonismo, que eran 37 . Espíritus familiares, se tornaron diablos. De los héroes, de los personajes venerados en la Galia, en Grecia, en Italia, hicieran santos. Conservarpn las fiestas religiosas de los antiguos pueblos, dándoles apenas formas diferentes, como la de los Muertos. De todas partes, injertaron en el antiguo culto un culto nuevo, que era su reproducción bajo otros nombres. Los propios dogmas cristianos se encuentran en la India y en Persia. 
       El Zendavesta , como la doctrina cristiana, contiene las teorías de la caída y de la redención, la de los ángeles buenos y malos, la desobediencia inicial del hombre y la necesidad de la salvación mediante la gracia. 
      Bajo ese montón de formas materiales y concepciones envejecidas, en medio de ese incomodo legado de religiones extintas, que constituye el Cristianismo moderno, se tiene dificultad en reconocer el pensamiento de su fundador. Los autores del Evangelio no previeran, ciertamente, ni los dogmas, ni el culto, ni el sacerdocio. Nada semejante se encuentra en el pensamiento evangélico. Nadie fue menos imbuido del espíritu sacerdotal que Jesús; nadie fue menos aficionado a las formas, a las prácticas exteriores. Todo en él es sentimiento, elevación del pensamiento, pureza de corazón, simplicidad. 
     En ese punto, sus sucesores desvirtúan completamente sus intenciones. Inducidos por los instintos materiales que en la Humanidad predominan, sobrecargaran la religión cristiana de un pomposo aparato, bajo el cual fue sofocada la idea mater. 
«Mas vosotros no os hagáis llamar rabí, porque uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos» , dijera Jesús, y los papas se hacen llamar Santidad y consienten en ser incensados. Olvidaran el ejemplo del apóstol Pedro, cuando al centurión Cornélio, posternado a sus pies,: «Pedro se levantó diciendo: Levántate que yo también soy hombre»  Ya no consideran que, a semejanza del Maestro, deberían haber permanecido mansos y humildes de corazón; el orgullo los avasalló. En la Iglesia se constituyó una imponente jerarquía, fundada no ya en los dones espirituales, como en los primeros tiempos, sino en una autoridad puramente humana. La influencia de lo Alto, única que dirigía a la primitiva Iglesia, fue siendo poco a poco sustituida por el principio de obediencia pasiva a las reglas fijadas. Tarde o temprano, sin embargo, el pensamiento del Maestro, restituido a su pureza primitiva, fulgirá con un brillo nuevo. Las formas religiosas pasarán; las instituciones humanas se han de desmoronar; la palabra de Cristo vivirá eternamente para fortalecer las almas y regenerar a las sociedades.
(FIN)
-Enviado por Juan Manuel Fernandez Fuster 
 Centro Espírita La Luz del Porvenir (Crevillente)

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       LA IDEA DE LA REENCARNACIÓN 

      Las primeras zonas de asentamiento que se la conocen, aparecen en todos los pueblos de Asia, en donde está muy difundida desde hace muchos siglos, formando parte de sus religiones, tradiciones y culturas ancestrales.
     En Estados Unidos y otros países de habla Inglesa, se ha difundido este concepto y se encuentra en franco proceso de expansión y aceptación, teniendo su origen en los puntos de vista divulgados por la Teosofía, que es un movimiento filosófico y racionalista que fue fundado el siglo pasado por Helena Rjavatski.
      En los países sudamericanos y en Europa, sobre todo en los países mediterráneos, la difusión de esta idea se debe principalmente a las enseñanzas aportadas por los espíritus, que desde su plano existencial y por mediación de diversas mediumnidades diferentes, las comunicaron durante la segunda mitad del siglo pasado, siendo estas enseñanzas recopiladas y codificadas por el matemático y racional profesor de la Sorbona, Hipólito León Denizart Rivail. Conocido como Allan Kardec, al que le cabe el mérito de haber seleccionado y conjuntado esta doctrina de los espíritus, que es conocida como Espiritismo o Filosofía Espírita.
       Asimismo, en Occidente también ha sido divulgada en nuestra actual época, por diversas corrientes ocultistas que la guardaban desde tiempos remotos.
       En los pueblos de África es también conocida ancestralmente y admitida en aquellos pueblos que aún conservan sus ancestrales religiones en los que no llegó a tomar asiento el islamismo.
      Asimismo en las múltiples islas y archipiélagos del Océano Pacífico, es también una creencia ancestral comúnmente admitida.
      Por último cabe reseñar que en nuestra sociedad actual, con una cultura judeo-cristiana, en la que el cristianismo no la admite oficialmente, la aceptación y creencia en la Reencarnación es, según recientes encuestas, de un 65 % de la población encuestada, dato este sorprendente, pues todavía existe gran desconocimiento a nivel popular sobre este concepto.
Trabajo enviado por Juan Manuel Ferrandez Fuster
Centro "La Luz del Porvenir"- Crevillente
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“Sabio es todo aquel que reconoce su infinita pequeñez ante la infinita grandeza de la vida” 
Espíritu de Marco Prisco a través del médium Divaldo Pereira Franco

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Utilidad de las evocaciones particulares

. Las comunicaciones que se obtienen de los Espíritus muy superiores o de aquellos que han animado los grandes personajes de la antigüedad, son preciosas por la alta enseñanza que encierran. Estos Espíritus han adquirido un grado de perfección que les permite abrazar una esfera de ideas más extensa, penetrar los misterios que están fuera del alcance vulgar de la humanidad y por consiguiente iniciarnos mejor que los otros en ciertas cosas. No se sigue de esto que las comunicaciones de los Espíritus de un orden menos elevado sean inútiles; el observador saca de ellas más de una instrucción. Para conocer las costumbres de un pueblo es menester estudiar todos los grados de la escala. El que no lo viera sino bajo una faz, lo conocería mal. La historia de un pueblo no es la de los reyes y personajes sociales; para juzgarle es preciso verle en la vida íntima, en sus costumbres privadas. Así es que los Espíritus superiores son los personajes del mundo de los Espíritus; su elevación misma les coloca de tal modo sobre nosotros, que la distancia que nos separa nos asusta. Los Espíritus más burgueses (permítasenos esta expresión) nos hacen más palpables las circunstancias de su nueva existencia. Entre ellos el lazo de la vida corporal con la vida del Espíritu es más intimo, la comprendemos mejor porque nos toca de más cerca. Sabiendo por ellos mismos lo que son, lo que piensan, lo que experimentan los hombres de todas las condiciones y de todos los caracteres, los hombres de bien como los viciosos, los grandes como los pequeños, los felices y los infelices del siglo, en una palabra, los hombres que han vivido entre nosotros, que hemos visto y conocido, cuya vida real sabemos, sus virtudes y
extravagancias, comprendemos sus goces y sus sufrimientos, nos asociamos a ellos y
sacamos una enseñanza moral tanto más provechosa cuanto más íntima son las relaciones entre ellos y nosotros. Nos ponemos más fácilmente en el lugar de aquel que ha sido nuestro igual, que no en el de aquel que sólo vemos a través de la ilusión de una gloria celeste. Los Espíritus vulgares nos enseñan la aplicación práctica de las grandes y sublimes verdades cuya teoría nos enseñan los Espíritus superiores. Por lo demás, en el estudio de una ciencia nada hay inútil: Newton encontró la ley de las fuerzas del universo en el fenómeno más sencillo.
     La evocación de los Espíritus vulgares tiene, por otra parte, la ventaja de  ponernos en relación con los Espíritus que sufren, que uno puede aliviar y cuyo adelantamiento podemos facilitar por medio de consejos útiles. Podemos, pues, hacernos útiles instruyéndonos nosotros mismos; cuando sólo se busca nuestra propia satisfacción, hay egoísmo en la conversación con los Espíritus, y el que se desdeña de tender una mano caritativa a los que son desgraciados, da pruebas de orgullo. ¿Para qué le sirve tener buenas recomendaciones de los Espíritus de importancia, si esto no le hace mejor, más caritativo y más benévolo para sus hermanos de este mundo y del otro?
¿Qué seria de los pobres enfermos si los médicos rehusaban tocar sus llagas?
EL LIBRO DE LOS MÉDIUMS
ALLAN KARDEC
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