jueves, 26 de octubre de 2017

¿Nos pueden visitar los familiares fallecidos?



Hoy os presento los siguientes trabajos:

- Día de los  muertos
- En el Infinito y en la Eternidad
- ¿ Nos pueden visitar los familiares fallecidos ?
- Alma y Espíritu



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             Celebrando día de Muertos 

                     ( Para Reflexionar )
 Dejad a los muertos el cuidado de enterrar a sus muertos 

7. Y a otro dijo: Sígueme. Y él respondió: Señor, déjame ir antes a enterrar a mi padre. – Y Jesús le dijo: deja que los muertos entierren a sus muertos; mas tú ve y anuncia el reino de Dios. (San Lucas, cap. IX, v. 50 y 60). 


8. ¿Qué pueden significar estas palabras: “Deja que los muertos entierren a sus muertos”? Las consideraciones que proceden manifiestan, en primer lugar, que en las circunstancias en que fueron pronunciadas no podían expresar una reprobación contra el que miraba como un deber de piedad filial el ir a enterrar a su padre; pero encierran un sentido profundo que sólo un conocimiento más completo de la vida espiritual podía hacer comprender. 
     En efecto: la vida espiritual es la vida verdadera, es la vida normal del espíritu; su existencia terrestre sólo es transitoria y pasajera; es una especie de muerte si se la compara con el esplendor y la actividad de la vida espiritual. 
     El cuerpo no es otra cosa que un hábito grosero que reviste momentáneamente el espíritu, verdadera causa que le une al terrón de tierra, y es feliz cuando queda libre de ella. El respeto que se tiene por los muertos no es por la materia, sino por el recuerdo del espíritu ausente; es análogo al que se tiene por los objetos que le pertenecieron, que él tocó y que los que le han amado guardan como reliquias. Esto es lo que aquel hombre no podía comprender por sí mismo; Jesús se lo enseñó diciéndole: “No os inquietéis por el cuerpo; antes bien, cuidad al espíritu id a enseñar el reino de Dios; id a decir a los hombres que su patria no está en la Tierra, sino en el Cielo, en donde se encuentra la verdadera vida”. 

Allan Kardec 
El Evangelio según el Espiritismo



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      EN EL INFINITO Y EN LA ETERNIDAD

Todas las religiones que se han sucedido en la historia de la humanidad, desde la teogonía de los arios, que parece datar de hace quince mil años y nos ofrece el tipo más antiguo, hasta el babismo de Asia, que data de este siglo y cuenta ya sin embargo con numerosos sectarios; desde las teologías más vastas y asentadas, como el budismo en Asia, el cristianismo en Europa y el islamismo en África, han dominado sobre inmensas zonas y a lo largo de largos siglos, hasta los sistemas aislados y muertos al nacer quienes, como la iglesia francesa del abad Chatel, o la religión fusionaria de Toureil, o el templo positivista de Auguste Compte, no han vivido más allá de una mañana. Todas las religiones, digo, tienen como meta y finalidad el conocimiento de la vida eterna.

   Ninguna empero ha podido decirnos hasta el presente, qué es la vida eterna; ninguna tampoco ha podido enseñarnos qué es la vida actual, en qué difiere o en qué se adhiere a la vida eterna; qué es la Tierra donde vivimos; qué es el cielo hacia el cual todas las miradas ansiosas se elevan para demandarle el secreto del gran problema.

   La impotencia de todas las religiones antiguas y modernas para explicarnos el sistema del mundo moral ha sido la causa de que la filosofía, descorazonada por sus silencios o sus ficciones, haya llegado a formar en su seno una escuela de escépticos, quienes, no solamente dudaron de la existencia del mundo moral, sino que llevaron la exageración hasta dudar de la presencia de Dios en la naturaleza y la inmortalidad de las almas intelectuales.

   Nuestra filosofía espiritualista de las ciencias, fundada sobre la síntesis de las ciencias positivas, y especialmente sobre las consecuencias metafísicas de la moderna astronomía, es más sólida que ninguna de las antiguas religiones, más bella que todos los sistemas filosóficos, más fecunda que ninguna de las doctrinas, de las creencias, o de las opiniones emitidas hasta hoy por el espíritu humano. Nacida en el silencio del estudio, nuestra doctrina crece en la penumbra y se perfecciona sin cesar por una interpretación cada vez más desarrollada del conocimiento del universo; sobrevivirá a los sistemas teológicos y psicológicos del pasado, porque es la naturaleza misma la que observamos, sin prejuzgar, sin especular y sin temor.

   Cuando en medio de una noche profunda y silenciosa, nuestra alma solitaria se eleva hacia esos lejanos mundos que brillan por encima de nuestras cabezas, buscamos instintivamente interpretar los rayos que nos vienen de las estrellas, porque sentimos que esos rayos son como otros tantos lazos fluídicos, enlazando los astros entre ellos en la red de una inmensa solidaridad. Ahora que las estrellas ya no son para nosotros clavos de oro fijados en la bóveda de los cielos; ahora que sabemos que esas estrellas son otros tantos soles análogos al nuestro, centros de variados sistemas planetarios, y diseminados a terroríficas distancias a través del infinito de los espacios; ahora que la noche ya no es para nosotros un hecho extendido al universo entero, sino simplemente una sombra pasajera situada detrás del globo terrestre en relación al sol, sombra que se extiende hasta una cierta distancia pero no hasta las estrellas, y que atravesamos cada día durante algunas horas debido a la rotación diaria del globo; aplicamos esos conocimientos físicos a la explicación filosófica de nuestra situación en el universo, y constatamos que habitamos la superficie de un planeta que, lejos de ser el centro y la base de la creación, no es más que un islote flotante del gran archipiélago, arrastrado, al mismo tiempo que miríadas de otros análogos, por las fuerzas directoras del universo, y que no ha sido marcado por el Creador por ningún privilegio especial.

   Sentirnos arrastrados en el espacio es una condición útil a la exacta comprensión de nuestro lugar relativo en el mundo; pero físicamente no tenemos ni podemos tener esa sensación, porque estamos anclados a la Tierra por su atracción y participamos integralmente de todos sus movimientos. La atmósfera, las nubes, todos los objetos móviles o inmóviles pertenecientes  a la Tierra, son arrastrados por ella, atados a ella, y por consiguiente relativamente inmóviles. Sea la que sea la altura a la cual nos elevamos en la atmósfera, no conseguiríamos nunca colocarnos fuera de la atracción terrestre y aislarnos de su movimiento para constatarlo; la misma Luna, a 96.000 leguas de aquí, es arrastrada en el espacio por la traslación de la Tierra. No podemos pues sentir el movimiento de nuestro planeta más que por el pensamiento. ¿Nos sería posible llegar a sentir esa curiosa sensación? Intentémoslo.

   ¡Pensemos antes que nada que el globo sobre el cual nos encontramos, navega en el vacío a razón de 660.000 leguas por día, o 27.500 leguas por hora! 30.550 metros por segundo: es una velocidad cincuenta veces más rápida que la de una bala de cañón (siendo ésta de 550 metros). Podemos, no figurarnos exactamente esa rapidez inaudita, pero sí formarnos una idea que represente una línea de 458 leguas de largo, y pensar que el globo terrestre la recorre en un minuto. Perpetuamente, sin parada, sin tregua, la Tierra vuela así. Suponiéndonos situados en el espacio y esperándola cerca de su camino, para verla pasar ante nosotros como un tren expreso, la veríamos llegar de lejos bajo la forma de una brillante estrella. Cuando no estuviese más que a 6 o 700.000 leguas de nosotros, es decir veinte y cuatro horas antes de que nos alcance, parecería más grande que ninguna estrella conocida, menos grande que la Luna nos parece: como un gran bólido parecido a los que atraviesan a veces el cielo. Cuatro horas antes de su llegada, parece casi catorce veces más voluminosa que la Luna, y continuando hinchándose desmesuradamente, pronto ocupa una cuarta parte del cielo. Ya distinguimos sobre su superficie los continentes y los mares, los polos cargados de nieve, las franjas nubosas de los trópicos, Europa con sus costas desdentadas… y quizás distinguimos una pequeña plaza verdosa que no es más que la milésima parte de la superficie del globo, y que llaman Francia… Ya hemos constatado su movimiento de rotación sobre su eje… pero hinchándose, hinchándose más, de repente el globo se extiende como una gigantesca sombra sobre la totalidad del cielo, tarda seis minutos y medio en pasar, lo que nos permite quizás oír los gritos de los animales salvajes de los bosques ecuatoriales y el cañón de los pueblos humanos, y alejándose con majestuosidad en las profundidades del espacio, se hunde, empequeñeciendo en la inmensidad abismal, sin dejar más huella de su paso que un asombro mezclado de terror en nuestra mirada petrificada.

    Es sobre esta colosal bala celeste de 3.000 leguas de diámetro y de un peso de 5.875 millón de millones de millares de Kg., que estamos diseminados, pequeños seres imperceptibles, arrastrados con una energía indescriptible por sus diversos movimientos de translación, de rotación, de balanceo, y por sus inclinaciones alternas, más o menos como las motas de polvo adheridas a una bala de cañón lanzada al espacio.

   Conocer esa marcha de la Tierra y sentirla, es poseer una de las primeras y de las más importantes condiciones del saber cosmográfico.

   Así vuela la Tierra en el cielo. La descripción de ese movimiento puede parecer pertenecer exclusivamente al dominio astronómico. Constataremos dentro de un rato que la filosofía religiosa está altamente interesada en esos hechos, y que el conocimiento del universo físico da en realidad las bases de la religión del porvenir. Continuemos el examen científico de nuestro planeta.

   Las teologías, no más que cualquier edificio, no pueden ser construidas sobre el vacío. Han tomado, como armazón, el antiguo sistema del mundo que suponía a la Tierra inmóvil en el centro. La moderna astronomía demostrando la vanidad de la antigua ilusión, demuestra la vanidad de las teologías basadas sobre ella.

   Este planeta está poblado por un número considerable de especies vivas, que se han clasificado en dos grandes divisiones naturales: el reino vegetal y el reino animal. Cada uno de esos seres difiere de las cosas puramente materiales, de los objetos inanimados, en que está formado por una unidad anímica que rige su organismo. Al considerar una planta, un animal o un hombre, se constata que lo que constituye la vida es un principio especial, dotado de la facultad de actuar sobre la materia, de formar un ser determinado, un rosal, por ejemplo, un roble, un lagarto, un perro, un hombre; de fabricar órganos, como una hoja, un pistilo, una etamina, un ala, un ojo, - principio especial cuyo carácter distintivo es el de ser personal.

   Para centrarnos en la raza humana, que después de cien siglos ha establecido sobre este planeta el reino de la inteligencia, destacamos que está actualmente constituida por 1.200 millones de individuos viviendo una media de 34 años. En Europa la duración de la vida media, que ha aumentado en un 9% desde hace un siglo con el progreso del bienestar, es hoy de 38 años. Pero existen todavía sobre la Tierra razas atrasadas, menos alejadas de la primitiva barbarie, miserables y débiles, cuya vida media no sobrepasa los 28 años. En números redondos, mueren por año 32 millones de individuos humanos, 80.000 por día o casi 1 por segundo. Nacen 33 millones por año, o casi un poco más de 1 por segundo. Cada pulsación de nuestros corazones, marca aproximadamente el nacimiento y la muerte de un ser humano sobre la Tierra.

   Sin dejar de correr en el espacio con la rapidez que le hemos reconocido más arriba, la Tierra ve pues su población humana renovarse constantemente con una rapidez que no deja de ser también muy sorprendente. Segundo a segundo un alma se encarna en el mundo corporal y otra alma se desprende. Una sexta parte de los recién nacidos mueren en el primer año, una cuarta parte ha muerto antes de cumplir los 4 años, un tercio a la edad de 14 años, la mitad a la edad de 42 años. ¿Qué ley preside los nacimientos? ¿Qué ley preside las muertes? Es un problema que la ciencia, y sólo la ciencia, resolverá un día.

   Es importante, para todo hombre que busca la verdad, ver las cosas cara a cara, tal como son, y adquirir así nociones exactas sobre la organización del universo. Constatemos en principio los hechos, pura y simplemente, y sirvámonos de la realidad para intentar penetrar las leyes desconocidas cuyos hechos físicos son su realización.

   ¡Pues bien! Por un lado constatamos que la Tierra es un astro del cielo, en el mismo rango que Júpiter o Sirio, y que circula en el espacio infinito con movimientos que nos dan una medida de tiempo: los años y los días, medida del tiempo que esos movimientos crean en ellos mismos y que no existen en el espacio infinito. Por otra parte observamos que los seres vivos, en particular los hombres, están formados por un alma organizadora, que es de principio inmaterial, independiente de las condiciones de espacio y tiempo y de las propiedades físicas que caracterizan la materia, y que las existencias humanas no son la meta de la creación, si no que más bien dan una idea de pasajes, de medios. La vida sobre la Tierra no es la meta en sí misma. Es lo que resalta incontestablemente de la organización misma de la vida y de la muerte aquí abajo.

   Además, la vida terrestre no es ni un comienzo ni una finalidad. Se da en el universo, al mismo tiempo que un gran número de otros modos de existencias, después de otros muchos que han tenido lugar en los mundos pasados, y antes que muchos otros que se efectuarán en los mundos por venir. La vida terrestre no está opuesta a otra vida celeste, como lo han supuesto teólogos que no se apoyaban en la naturaleza. La vida que florece en la superficie de nuestro planeta es una vida celeste, tanto como la que florece sobre Mercurio o Venus. Estamos actualmente en el cielo, tan exactamente como si habitáramos la estrella polar o la nebulosa de Orión.

   Así la Tierra, suspendida en el espacio sobre el hilo de la atracción solidaria de los mundos, arrastra en la extensión, las generaciones humanas que eclosionan, brillan algunos años y se apagan en su superficie. Todo está en movimiento, y la circulación de los seres a través del tiempo no es menos cierta ni menos rápida que su circulación a través del espacio. Este aspecto del universo nos sorprende, sin duda, y nos parece por cierto difícil de definirlo bien. El aspecto aparente con el que nos hemos contentado durante tantos siglos era mucho más simple: la Tierra, inmóvil, era la base del mundo físico y espiritual. La raza de Adán era la única raza humana del universo; estaba colocada aquí para vivir lentamente, orar, llorar, hasta el día en que el fin del mundo decretado, Dios corporal, asistido de los santos y de los ángeles, descendería del empíreo para juzgar la Tierra e inmediatamente después transformar el universo en dos grandes secciones: el cielo y el infierno. Ese sistema, más teológico que astrológico era, lo repito, muy simple, y asentado sobre las veneradas tradiciones de un conocimiento quince veces secular. Cuando pues en este decimonoveno siglo, me avengo a decir: «En verdad, nuestras antiguas creencias están fundadas sobre apariencias engañosas, y debemos ahora no reconocer otra filosofía religiosa que la que deriva de la ciencia», se puede, evidentemente, no estar preparado para aceptar inmediatamente la inmensa transformación que resulta de nuestros modernos estudios, y querer examinar severamente nuestra doctrina antes de reconocerse discípulo de ella. Pero es precisamente eso lo que queremos todos; la libertad de conciencia debe preceder todo juicio en las almas, y todas las opiniones deben ser libre y sucesivamente ordenadas siguiendo las indicaciones del espíritu y del corazón.

   La Tierra es un astro habitado, planeando en el cielo en compañía de miríadas de otros astros, habitados como ella. Nuestra vida terrestre actual forma parte de la vida universal y eterna, y lo mismo sucede con la vida actual de los habitantes de otros mundos. El espacio está poblado por colonias humanas viviendo al mismo tiempo, sobre globos alejados los unos de los otros, y ligadas entre ellas por leyes de las cuales no conocemos sin duda más que las más aparentes.

   El esbozo general de nuestra fe en la vida eterna se compone, pues de los puntos siguientes:
1º La Tierra es un astro del cielo.
2º Los otros astros son habitados como ella.
3º La vida de la humanidad terrestre es un departamento de la vida universal.
4º La existencia actual de cada uno de nosotros es una fase de su vida eterna, tanto en el pasado como en el porvenir.

   Este simple esbozo general de nuestra concepción de la vida eterna, aunque apoyada sobre la observación y el razonamiento, e indestructible en sus cuatro principios elementales, está aún lejos sin embargo de no permitir ninguna objeción; un cierto número de dificultades, al contrario, pueden serle opuestas, y ya lo han sido, bien por los partidarios de las antiguas teologías, o bien por los filósofos anti-espiritualistas. Éstas son las principales dificultades:

    ¿Qué pruebas podemos obtener de que nuestra existencia actual sea una fase de una pretendida vida espiritual? ¿Si el alma sobrevive al cuerpo, cómo puede existir sin materia y privada de los sentidos que la ponen en relación con la naturaleza? – ¿Si preexiste, de qué manera se ha encarnado en nuestro cuerpo, y en qué momento? ¿Qué es el alma? ¿En qué consiste ese ser? ¿Ocupa algún lugar? ¿Cómo actúa sobre la materia? - ¿Si hemos vivido con anterioridad, por qué en general no tenemos ningún recuerdo? - ¿Cómo la personalidad de un ser puede existir sin la memoria? ¿Nuestros recuerdos están en nuestro cerebro o en nuestra alma? - ¿Si nos reencarnamos sucesivamente de mundo en mundo, cuando terminará esa transmigración, y para qué sirve? etc., etc.

    En vez de alejar las objeciones o de que parezca que las desdeñamos, nuestro deber, nosotros que buscamos la verdad y que creemos obtenerla solamente por el trabajo, es provocarlas, al contrario, y obligarnos por medio de ellas a no hacernos ilusiones y a no imaginarnos que nuestras creencias estén fundadas e inatacables. La ciencia marcha lenta y progresivamente, y es sondeando la profundidad de los problemas y atacando las cuestiones de frente que aplicaremos a esos estudios filosóficos, la severidad y el rigor necesario para asegurar a nuestros argumentos la solidez que les conviene. La moderna revelación no desciende de la boca de un Dios encarnado, sino de los esfuerzos de la inteligencia humana hacia el conocimiento de la verdad.

   Buscaremos en un próximo estudio saber cuál es la naturaleza del alma, aplicando a este examen no los silogismos de la logomaquia escolástica con los cuales se ha perorado durante quince siglos sin llegar a nada serio, sino los procedimientos del método científico experimental al cual nuestro siglo debe toda su grandeza. Hoy, hemos establecido un primer aspecto muy importante del problema natural (y no sobrenatural) de la vida eterna: es el de saber que nuestra vida actual se desarrolla en el cielo, que forma parte de la serie de existencias celestes que constituyen la vida universal, y que estamos actualmente en el cielo de Dios, y en presencia del Espíritu eterno, tan completamente como si habitásemos otro astro cualquiera del gran archipiélago estrellado.

   ¡Que esa certitud física inspire en nuestras almas una simpatía más directa, más humana, hacia los mundos que irradian en la noche, y que hasta ahora mirábamos vagamente como siéndonos extraños! ¡Esas son las residencias de las humanidades hermanas, las residencias menos lejanas! Mirando una estrella que se eleva en el horizonte, estamos en la misma situación que un observador que contempla desde su balcón los árboles de un lejano paisaje, o que se asoma sobre el parapeto de un navío o del aerostato para examinar una nave sobre el mar o una nube en la atmósfera; ya que la Tierra es un navío celeste que boga en el espacio, y miramos a su costado, cuando nuestros ojos se dirigen hacia los otros mundos que aparecen y desaparecen siguiendo nuestro surco. Sí, esos otros mundos son otras tantas tierras análogas a la nuestra, mecidas en la extensión bajo los rayos del mismo sol, y todas esas estrellas centelleantes son soles alrededor de los cuales gravitan planetas habitados. Sobre esos mundos, como sobre el nuestro, hay paisajes silenciosos y solitarios. Sobre su superficie también hay diseminadas ciudades populosas y activas. Ahí también hay puestas de sol de nubes inflamadas y amaneceres de mágicos deslumbramientos. Ahí también hay mares de profundos suspiros, riachuelos de suave murmullo, pequeñas flores de tiernas corolas, bañando en el agua límpida sus cabezas perfumadas. Ahí también hay tupidos bosques bajo los cuales reside la inalterable paz de la naturaleza; ahí también hay lagos de tranquilos espejos que parecen sonreír a los cielos, y montañas formidables que levantan su sublime frente por encima de las nubes cargadas de rayos, y que, desde lo alto de los aires tranquilos, miran todo desde arriba. Pero en esos variados mundos, hay además de esos panoramas inenarrables, desconocidos de la Tierra, esa inimaginable variedad de cosas y de seres que la naturaleza ha desarrollado con profusión en su imperio sin límites. ¿Quién nos desvelará el espectáculo de la creación sobre los anillos de Saturno? ¿Quién nos desvelará las maravillosas metamorfosis del mundo de los cometas? ¿Quién nos desarrollará los mágicos sistemas de soles múltiples y coloridos, dando a sus mundos las más singulares variedades de años, de estaciones, de días, de luz y de calor? ¿Quién nos hará adivinar sobre todo la innombrable variedad de formas vivas que las fuerzas de la naturaleza han construido sobre los otros mundos, con la diversidad específica de cada mundo según su volumen, su peso, su densidad, su constitución geológica y química, las propiedades físicas de sus diversas substancias, en una palabra, con la infinita variedad de la cual la materia y las fuerzas son susceptibles? Las metamorfosis de la antigua mitología no son más que un sueño, comparadas con las obras universales de la naturaleza celeste.

    Hemos esbozado hoy la situación cosmográfica del alma en su encarnación terrestre. Nuestro próximo estudio tendrá por objeto la naturaleza misma del alma, y resolverá por ella misma las objeciones resumidas más arriba. Es estudiando separadamente los diferentes puntos del gran problema, que podremos conseguir alcanzar la solución esperada desde hace tantos siglos. 1 Sirviéndome aquí de la palabra fe, no quiero atribuirle el sentido teológico bajo el cual es aún empleada hoy.

1.-Hablo aquí de la fe científica, razonada, que no es más que la consecuencia legítima del estudio filosófico del universo.

- Camilo Flammarión -

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¿ NOS PUEDEN VISITAR LOS FAMILIARES FALLECIDOS ?



Para muchas personas resulta determinante conocer la posibilidad de recibir la visita de familiares  y amigos que ya  fallecieron  y que se encuentran actualmente en el plano espiritual.
Para los estudiosos de la materia, entre los que se encuentra el movimiento espírita, estas visitas representan algo cotidiano. A lo largo de las siguientes líneas, intentaremos conocer y ampliar su problemática y casuística.
(Espiritismo según la R.A.E.: Doctrina fundada por Allan Kardec en 1857, que estudia la naturaleza, origen y destinos de los espíritus y sus relaciones con el mundo corporal).
Las manifestaciones de esos seres familiares, amigos, personas conocidas o desconocidos, podríamos denominarlas como: Apariciones, visiones, comunicaciones o cualquier otra índole de manifestación, y se suelen afrontar de diferente modo, siempre acorde a las creencias particulares de cada persona, religión y filosofía. Estas creencias particulares y colectivas, vienen determinando el modo en que vemos a esos seres, su imagen, su semejanza y características. De tal modo, que si una persona profana en estos conocimientos, tuviese la visita de algún familiar fallecido, muy bien podría interpretarlo con sorpresa o incluso miedo, llegando a creer que pudiera tratarse de la imagen de un fantasma o de un demonio. Influiría en ello su percepción más o menos nítida y la posibilidad de haber identificado a la persona en cuestión. La práctica nos dice que quién recibe esa visita, casi con seguridad, reaccionará negativamente y no podrá aprovechar esa especial circunstancia.
El católico, casi con certeza, aceptará como buena, únicamente, la visita de un ángel, de un ser luminoso, una virgen o un santo, o cualesquiera de las imágenes del santoral. Otra imagen desconocida o que difiriera de sus creencias, sería rechazada y considerada obra del diablo.
Para el espirita, habituado a este tipo de intercambio, sería un acontecimiento feliz y deseado. Sabedor de esta posibilidad real de intercambio y consciente de su realidad, mantiene con estas personas, los afectos y relaciones de vidas anteriores y en ocasiones llega incluso a exigir la oportunidad de contactar con ellos.
Este proceso como bien sabemos, puede conseguirse, habitualmente, mediante dos vías, que son: A través de los médiums preparados para dicho intercambio y, o bien a través del sueño.
Para cualquiera de las dos modalidades, y al margen de la situación personal y evolutiva de las personas que desean contactar, existen circunstancias determinantes y detalles característicos que debemos conocer y que deben ser tomados en consideración para un adecuado desarrollo de los contactos.
Existen personas unidas al credo espírita, que están convencidas que esos seres protectores, con los que guardan estrecha relación del pasado, están siempre a su disposición, sin importar la hora y el momento; que están a la espera de sus peticiones para resolver los problemas cotidianos. Los valoran como unos consejeros desinteresados, sin darse cuenta que al igual que los humanos encarnados, tienen también libre albedrío y una necesidad de evolucionar. Únicamente, nuestro Ángel de la Guarda, nuestro espíritu protector y compañero de viaje, tiene esa responsabilidad. Él le habla a nuestra conciencia, nos intuye y ayuda en los momentos cruciales.
Es responsabilidad de los humanos encarnados hacer uso de su capacidad de albedrío y tomar las determinaciones que afectarán su vida, pues tan sólo el ejercicio de la voluntad y las disyuntivas que la vida depara, permiten al individuo desarrollar sus facultades y continuar progresando en su evolución personal y colectiva.
Entendamos que esos familiares ya no están viviendo entre nosotros, en esta dimensión de vida. Ellos tienen también el suyo propio, plano que es diferente al nuestro, pero a la vez, muy cercano. Allí deben progresar y ocupar el lugar que les corresponde en el concierto universal. No les otorguemos pues, un rol que no es el suyo; ellos ya dejaron atrás su ropaje de carne y huesos, su cuerpo físico, y ahora se dedican a diferentes trabajos, imprescindibles para su desarrollo evolutivo.
No obstante, debemos incidir en la posibilidad real de recibir visitas de esas personas cercanas, pues ellas también conservan el deseo de ayudar a sus familiares y conocidos, a los que dejaron atrás en el la Tierra; quieren conocer la situación de esas personas y les añoran, se sienten comprometidos con ellas y desean ayudarles.
Para poder descender desde sus planos luminosos hasta el plano físico de la Tierra, necesitan una preparación previa adecuada. Por ello, les resulta problemático atender las llamadas de sus familiares y conocidos, y cuando lo hacen, se trata de situaciones muy puntuales y muy concretas, pero siempre contando con la imprescindible autorización.
Al igual que nosotros, ellos están en proceso de evolución, tienen un camino trazado desde sus últimas existencias y han de asumir sus aciertos y errores, sus experiencias, y prepararse para superarlos en una nueva encarnación. Se trata de un largo tiempo de trabajo y asimilación, hasta que, finalmente, consigan la determinación necesaria para emprender nuevas vidas llenas de retos y objetivos, experiencias que les servirán de rescate de las deudas pendientes.
Estas personas, ya sin el lastre de las cosas terrenas y habiendo conseguido un elevado grado de conocimientos en su estancia en ese nuevo mundo -el plano espiritual-, ya no se sienten vinculados a los familiares encarnados, saben que tienen otras prioridades, y que se deben a su propio trabajo evolutivo.
Cada persona se encuentra en el lugar que debe ocupar para obtener experiencias y realizar los trabajos necesarios para su crecimiento, siempre adaptados a su situación personal, nivel alcanzado, méritos y deméritos. Tal como vienen señalando, ellos son conscientes de que no deben intervenir en las vidas de los encarnados y sí buscar el desarrollo de sus propios valores eternos.
Como todo lo creado, la Ley de Evolución les impele a seguir luchando por su propio crecimiento espiritual, y el hecho de permanecer excesivamente ligados al plano terrenal les dificulta esa labor. Por nuestra parte, dejando de pensar continuamente en ellos, aliviaremos su carga y les permitiremos dedicarse de pleno a su plan de trabajo y objetivos.
Debemos saber que la mayor parte de las personas fallecidas, habitantes del plano espiritual, carecen del permiso para volver a la Tierra. No podrán obtenerlo hasta tanto hayan conseguido la preparación adecuada; preparación que es diferente para cada persona, por su diferente nivel evolutivo, conocimientos y preparación moral. Y es que las diferentes situaciones de quienes quedaron en la Tierra, familiares, de relación, económicas, etc., suelen variar sustancialmente a lo largo del tiempo. Estas personas necesitan alcanzar las condiciones y fuerza necesarias para asumir los irremediables cambios, pues hasta que no lo consigan, no obtendrán la autorización y podrán acercarse a prestarnos ayuda.
Los deseos de las personas encarnadas no siempre pueden ser satisfechos y, en el plano espiritual rigen otras prioridades; preferencias que obedecen al imperativo del progreso en todos los órdenes de la vida. Por eso, mientras somos seres evolutivos en el comienzo de su andadura, y a la vez, inconscientes de la carga que llevamos a la espalda, estamos obligados a vigilar y corregir constantemente pensamientos y acciones. Resulta a todas luces imperativo, orientar el rumbo hacia lo que realmente necesita el espíritu.
Ciertamente, nuestros familiares y conocidos desencarnados pueden venir al plano físico y comunicar con nosotros a través de un médium, pero debemos ser conscientes, que esto no sucede con tanta frecuencia como quisiéramos, ni es algo que resulte fácil de conseguir.
El desencarnado no puede tener siempre las circunstancias a su favor para venir hasta este plano físico, ni los encarnados, los méritos necesarios para obtener ese regalo.
Sin mérito, y dedicados únicamente a las conquistas materiales, no pensemos que por el mero hecho de pertenecer a un grupo espírita, podemos, en un momento de recogimiento, esperar que el médium y los trabajadores del plano espiritual se desvelen por servirnos. ¡No es el camino!
Son necesarios más estudios y sentido común. Tenemos acceso a infinidad de informaciones espíritas o de cualquier otra índole; lecturas que nos hablarán de progreso, de moral, de la necesidad de un cambio y que nos servirán de guía y ejemplo.
Por ello no resulta imprescindible, en modo alguno, que venga una persona desencarnada y nos lo ratifique de viva voz. Con humildad, podemos atisbar el largo camino que nos queda por recorrer y, haciéndolo, desaparecerán todos los deseos de molestar a personas que ya partieron.
Todas las cosas llegan a su debido tiempo, suceden cuando debe, y sin necesidad de peticiones y esperas, porque el Padre Creador da a todos ciento por uno, premia a quien trabaja y sabe de las experiencias que la vida depara a cada cual.
Estos espíritus evolucionados vienen a vernos sin que seamos conscientes de ello y, si así lo estiman, nos lo harán percibir, y ese contacto será siempre de gran utilidad. Lo harán a través de estímulos, de buenas sensaciones y fuertes ganas de trabajar. Ellos saben las razones de nuestra venida y conocen nuestras pruebas, saben si contamos con buena predisposición y son los primeros en pedir autorización para ayudar, durante el tiempo que resulte necesario. Su respaldo es siempre muy positivo e incluso imprescindible.
Nada escapa a la Ley de Amor y Progreso y a esos mensajeros de gran elevación; a esos seres luminosos que desean lo mejor para nosotros y que están esperando el momento adecuado para ofrecérnoslo. Su ayuda puede ser decisiva en los momentos cruciales, por ejemplo, ante una próxima desencarnación o una situación de obsesión.
Están donde les corresponde estar, dedicándose al trabajo común y a la misión que más ayuda en su progreso espiritual y, aunque sepan que en la Tierra tienen seres amados de experiencias anteriores, saben que el progreso es personal e íntimo y que no pueden demorarse, ni abandonar sus tareas en asuntos meramente sentimentales o que no les competen.
Aprovechan nuestras horas de vigilia para transmitirnos ideas, sentimientos, vivencias y emociones, experiencia que nos será de utilidad mientras permanecemos en la cárcel del cuerpo físico, con sus grandes limitaciones: Este método, no atenta, en modo alguno, contra fanáticos ni fantasiosos. Ellos vienen, prudente y recatadamente durante sueño, se acercan amorosamente y nos hacen partícipes de su felicidad, nos recuerdan los compromisos adquiridos y nos entregan consejos e instrucciones, mensaje que cual semilla, al despertar, ponemos a crecer.
De ese modo, activaremos los mecanismos que mejorarán nuestra actitud y, sin ser conscientes de ello, estaremos recibiendo mucha más ayuda y consejo de lo que imaginamos, pero, todo ello, siempre, en el silencio de la noche y al amparo del cariño y los nobles sentimientos.
Es a todas luces muy importante también, conocer que existen personas desencarnadas de baja condición moral, muy materializadas y apegadas a los vicios terrenos, que captan nuestros deseos y pensamientos, y que no dudarán en hacerse pasar por familiares desencarnados; intentarán complacer nuestras peticiones insanas y crear una equivoca influencia, colaborando con los dañinos habitantes de bajo astral. Y estas influencias podrían llegar a convertirse en un foco de problemas.
TODO LO DEMÁS VENDRÁ POR AÑADIDURA
¿Nos pueden visitar los familiares fallecidos? por: Fermín Hernández Hernández
 Amor, paz y caridad
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               ALMA Y ESPÍRITU

– Ciertos Espíritus, y, antes que ellos, algunos filósofos han definido el alma como: Una chispa anímica emanada del gran Todo. ¿Por qué esa contradicción? 

– No hay tal contradicción; depende del significado de las palabras. ¿Por qué no tenéis una palabra para cada cosa? 


La palabra alma se emplea para expresar cosas muy diferentes. Llaman así unos al principio de la vida y en esta acepción, es exacto decir, en sentido figurado, que el alma es una chispa anímica emanada del gran Todo. Estas últimas palabras expresan el origen universal del principio vital, de donde absorbe cada ser una porción, que después de la muerte, regresa a la masa. Esta idea no excluye la de un ser moral distinto, independiente de la materia y que conserva su individualidad. Igualmente, es a este ser que nosotros llamamos alma, y en esta acepción puede decirse que el alma es un Espíritu encarnado. 


Dando a la palabra alma definiciones diferentes, los Espíritus hablan según la aplicación que hacen de ella, y según las ideas terrestres de las que están más o menos imbuidos. 

Esto ocurre debido a la insuficiencia del lenguaje humano que no tiene una palabra para cada idea, y de aquí el origen de una multitud de equivocaciones y discusiones. He aquí porque los Espíritus superiores nos dicen que nos entendamos primero acerca de las palabras . 

Allan Kardec


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