viernes, 29 de septiembre de 2017

Tiempo y Espacio



Hoy veremos :

-  ¿Se puede creer en un dios que sabía cuando nos creó, que nos iba a condenar eternamente?
-  La crisis moral
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¿ Se  puede creer  en un dios que nos creó sabiendo que  nos iba a condenar eternamente?.

           No cabe duda que la idea del Infierno y los demonios es la que más cantidad de ateos ha generado en todas las épocas  porque resulta  totalmente irracional y descabellada, además de que contradice la existencia de  la Bondad y de la Sabiduría  Suprema : La natural idea de la existencia de un Dios  infinitamente perfecto,  justo y bueno. Y este sentido de la Perfección Suprema, no  puede ofrecer sombras en cuanto a lógica y coherencia, pues de ese modo admitiríamos sombras de duda que harían frágil nuestra creencia en la perfección de un Ser Supremo.
       Si Dios hubiera podido ser así de cruel, sería un poder contradictorio porque sería admitir que es bueno y malo al mismo tiempo, por  lo tanto imperfecto, y el ser humano, por las bondades y perfe cciones sabias que aprecia en la Naturaleza y en el Cosmos, que le hablan de Perfección, Inteligencia, Armonía y, sobre todo Amor, no puede aceptar en su fuero interno los dogmas religiosos que enturbian tanto la idea de  un Dios Perfecto,  a no ser que su mentalidad esté cegada por la educación recibida en el seno de esas religiones humanas tan deformantes muchas veces de la idea del Ser Origen de todo que llamamos Dios..
    Si la perfección, sabiduría y Amor infinitos se presentaran en su grado supremo en una inteligencia o dios así de malo, cruel e insensible,  estaríamos ante la idea de un Ser peor que el   peor de los humanos, porque    ¿ Qué padre humano  sería tan cruel  para con sus hijos?; ¿ Acaso  Dios  podría ser peor que sus criaturas humanas?; ese dios tan cruel e imperfecto que nos han presentado las religiones , es un dios menor, pequeño y tarado, pero a todas luces comprendemos y sentimos que Él no puede ser así, pues  a Dios solo se  le puede entender como algo Supremo y absolutamente Perfecto.
       Al aceptar esta idea de Dios, sería normal  creer  que el acto de la creación Divina del Ser humano, no fue un acto de bondad, sino de   refinada  crueldad y esto es  absolutamente  absurdo, injusto e impensable.
          Si sabemos que Dios solo puede ser Bondad y Perfección infinitas, es imposible que a su vez sea tan sumamente  imperfecto, cruel e injusto.  Así parece porque  cuando nos creó Él sabía que nos iba a tener que castigar eternamente, sin más posibilidad de perdón, por lo que  no nos debió haber creado y desde luego si así fue, no  actuó como un Ser  infinitamente bueno  sino que actuó de modo  infinitamente implacable y cruel, pero si no lo sabía cuando nos creó,  entonces significa que  no era  infinitamente sabio y previsor, y su creación “se le fue de las manos”.  El Verdadero Dios,  Ser infinitamente Perfecto no pudo ser tan torpe.
    También  parece absurdo creer que un momento de arrepentimiento al final de  la vida es suficiente para obtener el perdón eterno, mientras que si ese arrepentimiento del Ser fuera un momento  después de haber dejado este mundo, ya sería un arrepentimiento  considerado tarde y sin efecto; es como si  después de dejar en la Tierra nuestro cuerpo, Dios  dejase de amarnos y  se volviese insensible, duro e injusto.
¡ Desde luego, ese  dios  menor tan imperfecto y absurdo, no es mi Dios, ni el de tanta gente que no ha podido creer en esa deidad tan pequeña, tarada  e inexistente que presentan  las religiones humanas ¡.

- Jose Luis Martín-



 Un predicador no dejaba de repetir: “! Tenemos que poner a Dios en nuestras  vidas  ¡”   El Maestro le dijo: “Ya está en ellas. Lo que tenemos que hacer es reconocerlo”
       -Anthony de Mello (Quién puede hacer que amanezca?


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LA CRISIS MORAL

Resulta que dos sistemas contradictorios y enemigos se reparten el mundo del pensamiento. Nuestra época es, desde este punto de vista, una época de turbación y de transición. La fe religiosa se entibia, y las grandes líneas de la filosofía del porvenir no se aparecen aún más que a una minoría de los indagadores.

Ciertamente, la época en que vivimos es grande por la suma de los progresos realizados. La civilización moderna, poderosamente provista de medios, ha transformado la faz de la tierra, ha aproximado a los pueblos, suprimiendo las distancias. La instrucción ha sido difundida; las instituciones se han mejorado. El derecho ha reemplazado al privilegio, y la libertad triunfa del espíritu de rutina y del principio de autoridad. Una gran batalla se libra entre el pasado, que no quiere morir, y el porvenir, que se esfuerza por nacer a la vida. En favor de esta lucha, el mundo se agita y marcha; un impulso irresistible le guía, y, recorrido el camino, los resultados adquiridos nos hacen presagiar conquistas más maravillosas aún.


Sin embargo, si los progresos de orden material y de orden intelectual son notables, el avance moral es nulo. En este punto, el mundo parece más bien retroceder; las sociedades humanas, febrilmente absorbidas por las cuestiones políticas, por las empresas industriales y financieras, sacrifican al bienestar sus intereses morales.

Si la obra de la civilización se nos aparece bajo magníficos aspectos, como todas las cosas humanas, también presenta sombras. Sin duda, ha mejorado, en una cierta medida, las condiciones de la existencia, pero ha multiplicado las necesidades en fuerza de satisfacerlas; aguzando los apetitos y los deseos, ha favorecido al sensualismo y ha aumentado la depravación. El amor al placer, al lujo y a las riquezas se ha hecho cada vez más ardiente. Se quiere adquirir o se quiere poseer a toda costa.


De ahí esas especulaciones vergonzosas que se entablan en plena luz. De ahí ese decaimiento de los caracteres y de las conciencias, ese culto ferviente que se rinde a la fortuna, verdadero ídolo cuyos altares han reemplazado a los de las divinidades caídas.


La ciencia y la industria han centuplicado las riquezas de la humanidad; pero esas riquezas no han aprovechado directamente más que a una débil parte de sus miembros. La suerte de los insignificantes ha continuado siendo precaria, y la fraternidad tiene más bien su puesto en los discursos que en los corazones. En medio de las ciudades opulentas se puede aún morir de hambre. Las Fábricas, las aglomeraciones de obreros, centros de corrupción física y moral, han venido a ser como los infiernos del trabajo.


La embriaguez, la prostitución, el libertinaje difunden por todas partes sus venenos, empobrecen a las generaciones y agotan la fuente de la vida, en tanto que las hojas públicas siembran a porfía la injuria y la mentira y una literatura malsana excita los cerebros y debilita las almas.


Todos los días hace nuevos estragos la desesperanza; el número de suicidios que, en 1820, era de 1.500 en Francia, es ahora de más de 8.000. Ocho mil seres todos los años, faltos de energía y de sentido moral, desertan de las luchas fecundas de la vida y se refugian en lo que creen ser la nada. El número de crímenes y delitos se ha triplicado desde hace cincuenta años. Entre los condenados, la proporción de adolescentes es considerable. ¿Deben verse en este estado de cosas los efectos del contagio del ambiente, de los malos ejemplos recibidos desde la infancia, la falta de firmeza de los padres y la ausencia de educación en la familia? Hay todo eso y mucho más.


Nuestros males provienen de que, a pesar del progreso de la ciencia y del desarrollo de la instrucción, el hombre se ignora aún a sí mismo. Sabe poco de las leyes del universo; no sabe nada de las fuerzas que están en él. El "conócete a ti mismo" del filósofo griego ha continuado siendo para la mayoría inmensa de los humanos una llamada estéril. Como no lo sabía hace veinte siglos, menos quizá, el hombre de hoy no sabe lo que es, de dónde viene, adónde va, cuál es el objeto real de la existencia. Ninguna enseñanza ha venido a proporcionarle la noción exacta de su papel en este mundo ni de sus destinos.


El espíritu humano flota, indeciso, entre las solicitaciones de dos potencias.
De un lado, las religiones, con su cortejo de errores y de supersticiones, su espíritu de dominación y de intolerancia, pero también con los consuelos de los cuales son el origen y los débiles resplandores que han conservado de las verdades primordiales.


Del otro lado, la ciencia, materialista en sus principios como en sus fines, con sus frías negaciones y su inclinación desmedida al individualismo, pero también con el prestigio de sus descubrimientos y de sus beneficios.


Y estas dos cosas, la religión sin pruebas y la ciencia sin ideal, se desafían, se acercan, se combaten sin poder vencerse, pues cada una de ellas responde a una necesidad imperiosa del hombre, la una hablando a su corazón, y la otra dirigiéndose a su espíritu y a su razón. Alrededor de ambas se acumulan las ruinas de numerosas esperanzas y de aspiraciones destruidas; los sentimientos generosos se debilitan, la división y el odio reemplazan a la benevolencia y a la concordia.


En medio de esta confusión de ideas, la conciencia ha perdido su camino.

Marcha, ansiosa, al azar, y, en la incertidumbre que pesa sobre ella, se velan el bien y lo justo. La situación moral de todos los desgraciados que se doblegan al peso de la vida se ha hecho intolerable entre dos doctrinas que no ofrecen como perspectiva a sus dolores, como término a sus males, más que la nada, una de ellas, y, la otra, un paraíso casi inaccesible o una eternidad de suplicios.


Las consecuencias de este conflicto se dejan sentir en todas partes, en la familia, en la enseñanza y en la sociedad. La educación viril ha desaparecido. Ni la ciencia ni la religión saben ya hacer las almas fuertes y bien armadas para los combates de la vida. La filosofía misma, al dirigirse solamente a algunas inteligencias abstractas, abdica sus derechos sobre la vida social y pierde toda influencia.


¿Cómo saldrá la humanidad de este estado de crisis? Sólo existe para eso un medio: hallar un terreno de conciliación donde las dos fuerzas enemigas, el sentimiento y la razón, puedan unirse para el bien y la salvación de todos. Porque todo ser humano lleva en sí esas dos fuerzas bajo el imperio de las cuales piensa y obra alternativamente. Su acuerdo proporciona a las facultades el equilibrio y la armonía, centuplica sus medios de acción y da a su vida la rectitud y la unidad de tendencias y de opiniones, en tanto que sus contradicciones y sus luchas producen en él el desorden. Y lo que se produce en cada uno de nosotros se manifiesta en la sociedad entera y causa la perturbación moral de la cual sufre aquélla.


Para poner fin a esto, es preciso que se haga la luz a los ojos de todos, grandes y pequeños, ricos y pobres, hombres, mujeres y niños; es preciso que una nueva enseñanza popular venga a iluminar las almas acerca de su origen, de sus deberes y de su destino.


Porque todo estriba en eso. Sólo las soluciones formuladas por tal enseñanza pueden servir de base a una educación viril y tornar a la humanidad verdaderamente fuerte y libre. Su importancia es capital, tanto para el individuo, al que dirigirán en su tarea cotidiana, como para la sociedad, cuyas instituciones y relaciones regularizarán.


La idea que el hombre se forma del universo, de sus leyes, del papel que él desempeña en este vasto teatro resalta en toda su vida e influye en sus determinaciones. Según esta idea, se traza un plan de conducta, se fija un fin y marcha hacia él. Así, pues, en vano trataríamos de eludir estos problemas. Se presentan ellos mismos en nuestro espíritu; nos dominan, nos envuelven en sus profundidades; forman el eje de toda la civilización.


Cada vez que una concepción nueva del mundo y de la vida penetra en el espíritu humano y se infiltra poco a poco en todos los ambientes, el orden social, las instituciones y las costumbres se resienten inmediatamente.
Las concepciones católicas crearon la civilización de la Edad Media y formaron la sociedad feudal, monárquica y autoritaria. Entonces, en la tierra como en el cielo, estaba el reino de la gracia y del buen placer. Estas concepciones han vivido; no encuentran ya lugar en el mundo moderno. Pero al abandonar éste las antiguas creencias, el presente no ha sabido reemplazarlas. El positivismo materialista y ateo no ve ya en la vida más que una combinación pasajera de materia y de fuerza, y en las leyes del universo no ve más que un mecanismo brutal. Ninguna noción de justicia, de solidaridad, de responsabilidad. De aquí un relajamiento general de los vínculos sociales, un escepticismo pesimista, un desprecio de toda ley y de toda autoridad, que podrían conducimos a los abismos.
Estas doctrinas materialistas han producido en unos el desaliento; en otros, un recrudecimiento de la codicia. En todas partes han promovido el culto al oro y a la carne. Bajo su influencia, se ha educado una generación, generación desprovista de ideal, sin fe en el porvenir, dudando de todo y de sí misma.
Las religiones dogmáticas nos conducían a lo arbitrario y al despotismo; el materialismo conduce lógicamente, inevitablemente, a la anarquía y al nihilismo. Por eso es por lo que debemos considerarlo como un peligro, como una causa de decadencia y de abatimiento.


Tal vez se encuentren excesivas estas apreciaciones y se nos tache de exageración.

Bastaría, en este caso, que hiciésemos referencia a las obras de los materialistas eminentes y citásemos sus propias conclusiones.


He aquí, por ejemplo, lo que escribía, como tantos otros, el señor Julio Soury (1):
"Si hay algo vano e inútil en el mundo, es el nacimiento, la existencia y la muerte de los innumerables parásitos, faunas y floras, que vegetan como una carroña y se agitan en la superficie de este ínfimo planeta. Indiferente en sí, necesaria en todo caso, puesto que existe, esta existencia, que tiene por condición la lucha encarnizada de todos contra todos, la violencia o la astucia, el amor, más amargo que la muerte, parecerá, al menos a todos los seres verdaderamente conscientes, un sueño siniestro, una alucinación dolorosa, a cuyo precio la nada sería un bien.

Pero si somos los hijos de la naturaleza, si ella nos ha creado y nos ha dado el ser, somos nosotros, a nuestra vez, quienes la hemos dotado de todas las cualidades ideales que la ornamentan a nuestros ojos, quienes hemos tejido el velo luminoso bajo el cual se nos aparece. La eterna ilusión que encanta o que atormenta el corazón del hombre es, por tanto, su obra.


En este Universo, donde todo es tinieblas y silencio, sólo él vela y sufre sobre este planeta, pues sólo él, tal vez con sus hermanos inferiores, medita y piensa. Apenas si comienza a comprender la vanidad de todo en lo cual ha creído, de todo lo que ha amado; la nada de la belleza, la mentira de la bondad, la ironía de toda ciencia humana. Después de haberse adorado ingenuamente en sus dioses y en sus héroes, cuando ya no tiene fe ni esperanza, he aquí que siente que la naturaleza misma se desvanece, que no era, como todo lo demás, sino apariencia y superchería".


Otro escritor materialista, poeta de gran talento, Mme. Ackermann, no vacilaba en emplear este lenguaje:


"Yo no diría a la Humanidad: "¡Progresa!" Le diría: "¡Muere!; pues ningún progreso te arrancará nunca a los misterios de la condición terrenal".
Estas opiniones no son solamente patrimonio de algunos escritores. Gracias a una literatura que deshonra el hermoso nombre de naturalismo, por medio de novelas y de folletines sin número han penetrado hasta en los ambientes más oscuros.


Con esta opinión de que la nada es preferible a la vida, ¿podemos asombrarnos de que el hombre acoja la existencia y el trabajo con disgusto? ¿Podemos negarnos a comprender por qué el desaliento y la desmoralizació n se infiltran en los espíritus? No; no es con semejantes doctrinas con las que se inspira a los pueblos la grandeza de alma, la firmeza en los malos días, el valor en la adversidad.
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(1) Filosofía natural, pág. 210. - N. del A.

Una sociedad sin esperanza, sin fe en el porvenir es como un hombre perdido en el desierto, como una hoja muerta que rueda a merced del viento. Es bueno combatir la ignorancia y la superstición, pero es preciso reemplazarlas por las creencias racionales. Para caminar con paso firme en la vida, para preservarse de los desfallecimientos y de las caídas, se necesita una convicción robusta, una fe que nos eleve por encima del mundo material; se necesita ver la finalidad y tender directamente hacia ella. El arma más segura en el combate terrenal es una conciencia recta e iluminada.


Mas si la idea de la nada nos domina, si creemos que la vida no tiene un mañana y que en la muerte termina todo, entonces, para ser lógicos, el cuidado de la existencia material y el interés personal habrán de oponerse a todo otro sentimiento. ¡Poco nos importará un porvenir que no habremos de conocer! ¿A título de qué se nos hablará de progreso, de reformas, de sacrificios? Si no hay para nosotros más que una existencia efímera, no debemos hacer más que aprovecharnos de la hora presente, dedicarnos a los placeres y abandonar los deberes y los sufrimientos. .. . Tales son los razonamientos a que conducen forzosamente las teorías materialistas, razonamientos que oímos formular y que vemos aplicar todos los días a nuestro alrededor.


¿Cuántos estragos no han de producir semejantes doctrinas en medio de una rica civilización, muy desarrollada en el sentido del lujo y de los goces físicos?
Sin embargo, no todo ideal está muerto. El alma humana tiene a veces el sentimiento de su miseria, de la insuficiencia de la vida presente y de la necesidad del mas allá. En el pensamiento del pueblo, una especie de intuición subsiste; engañado durante siglos, se ha tornado incrédulo con respecto a todo dogma, pero no es escéptico. Vagamente, confusamente, cree, aspira a la justicia. Y el culto del recuerdo, esas manifestaciones conmovedoras del 2 de noviembre que llevan a las multitudes hacia las tumbas de los seres amados, denotan un instinto confuso de la inmortalidad.


No; el pueblo no es ateo, puesto que cree en la justicia inmanente, como cree en la libertad, pues ambas existen en leyes terrenas y divinas. Este sentimiento, el más grande, el más hermoso que se puede encontrar en el fondo del alma, este sentimiento nos salvará. Para ello, bastará con hacer comprender a todos que esta noción grabada en nosotros es la ley misma del universo, la que rige a todos los seres y a todos los mundos, y que, por ella, el bien ha de triunfar finalmente del mal y la vida ha de salir de la muerte.


Al mismo tiempo que aspira a la justicia, el pueblo busca su realización. La busca, lo mismo en el terreno político que en el terreno económico y en el principio de asociación. El poder popular ha comenzado a extender sobre el mundo una vasta red de asociaciones obreras, un agrupamiento socialista que abarca todas las naciones, y que, bajo una bandera única, deja oír en todas partes las mismas llamadas, las mismas reivindicaciones. En ello hay -que no se olvide- al mismo tiempo que un espectáculo lleno de enseñanzas para el pensador, una gran obra plena de consecuencias para el porvenir.


Inspirada por las teorías materialistas y ateas, se convertiría en un instrumento de destrucción, pues su acción se resolvería en violencias, en revoluciones dolorosas. Contenida en los límites de la prudencia y de la moderación, puede hacer mucho por la felicidad de la humanidad. Que un rayo de arriba, que un ideal elevado vengan a iluminar a esas multitudes trabajadoras, a esas masas ávidas de progreso, y se verá a todas las viejas formas disolverse y fundirse en un mundo nuevo basado en el derecho de todos, en la justicia y en la solidaridad.


La hora presente es una hora de crisis y de renovación. El mundo está en fermentación; la corrupción aumenta, la sombra se extiende, el peligro es grande; pero tras la sombra entrevemos la luz; tras el peligro vemos la salvación. Una sociedad no puede perecer. Si lleva en sí elementos de descomposición, lleva también gérmenes de transformación y de reedificación. La descomposición anuncia la muerte, pero procede también al renacimiento; puede ser el preludio de otra vida.


¿De dónde vendrán la luz, la salvación, la reedificación? No es de la Iglesia: es impotente para regenerar el espíritu humano.


No es de la ciencia: no se ocupa de los caracteres ni de las conciencias, sino sólo de lo que hiere los sentidos; todo lo que forma la vida moral, todo lo que forma los grandes corazones y las sociedades fuertes: la abnegación, la virtud, la pasión del bien, todo esto no cae bajo el dominio de los sentidos.


Para elevar el nivel moral; para detener esas dos corrientes de la superstición y del escepticismo que conducen igualmente a la esterilidad, lo que necesita el hombre es una concepción nueva del mundo y de la vida que, apoyándose en el estudio de la naturaleza y de la conciencia, en la observación de los hechos, en los principios de la razón, fije la finalidad de la existencia y regularice nuestra marcha hacia adelante. Lo que necesita es una enseñanza de la que se deduzca un móvil de perfeccionamiento, una sanción moral y una certidumbre para el porvenir.


Ahora bien; esta concepción y esta enseñanza existen ya y se vulgarizan todos los días. En medio de las disputas y de las divagaciones de las escuelas, una voz se ha dejado oír; la de los Muertos. Desde el otro lado de la tumba, se han revelado más vivos que nunca; ante sus instrucciones, ha caído el velo que ocultaba la vida futura. La enseñanza que nos dan llega a reconciliar todos los sistemas enemigos, y de las cenizas del pasado llegan a hacer brotar una llama nueva. En la filosofía de los Espíritus encontramos la doctrina oculta que abarca todas las edades. Esta doctrina la hace revivir; reúne los restos esparcidos y los adhiere unos a otros con un poderoso cemento para reconstituir un monumento capaz de amparar a todos los pueblos y a todas las civilizaciones. Para asegurar su duración, la asienta sobre la roca de la experiencia directa, del hecho renovado sin cesar. Gracias a ella, la certidumbre de la vida inmortal se precisa a los ojos de todos, con las existencias innumerables y los incesantes progresos que nos reserva en la sucesión de las edades.


Semejante doctrina puede transformar a pueblos y a sociedades, llevando la claridad a todas partes donde existe la noche, haciendo que se funda a su calor todo lo que hay de hielo de egoísmo en las almas, revelando a todos los hombres las leyes que les unen con los vínculos de una estrecha solidaridad. Hará la civilización con la paz y la armonía. Por ella, aprendemos a obrar con una misma inteligencia y con un mismo corazón. La humanidad, consciente de su fuerza, avanzará con un paso más firme hacia sus magníficos destinos.
- León Denis -

Tomado del libro "Después de la Muerte"


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                                                 TIEMPO Y ESPACIO


                 El tiempo, al igual que el espacio, es una palabra que se define a sí misma. Nos haremos una idea más justa si la relacionamos con el todo infinito... 

El tiempo es una sucesión de cosas, está ligado a la eternidad, de la misma forma que las 

cosas están unidas al infinito. Sólo por un momento imaginémonos en los días iniciales de nuestro mundo, en esa época primitiva en que la Tierra no se balanceaba aún bajo el impulso divino, en una palabra, en el comienzo de su génesis. El tiempo aún no ha emergido del misterioso regazo de la Naturaleza, no podemos saber en qué época de los siglos nos encontramos, ya que la balanza del tiempo no comenzó todavía a moverse. 
Pero, ¡silencio! En la Tierra solitaria suena la primera hora, el planeta se mueve en el 
espacio y se suceden la noche y el día. Más allá de la Tierra, la eternidad permanece inmóvil e impasible, aun que el tiempo corre también para los otros mundos. Sobre la Tierra, el tiempo reemplaza a la eternidad y durante una cantidad determinada de generaciones se contarán los años y los siglos... 

Ahora, transportémonos al último día de este mundo, a la hora en que doblegado por el peso de su propia vejez, desaparezca su nombre del libro de la vida para no reaparecer nunca más: aquí, la sucesión de hechos se detiene. Los movimientos terrestres que medían el tiempo se interrumpen y el tiempo termina junto con ellos. 

Esta sencilla exposición de los hechos naturales que originan el tiempo, lo alimentan y 
terminan por apagarlo, basta para mostrarnos dónde debemos ubicarnos para realizar nuestros trabajos. El tiempo es un gota de agua que desde una nube se precipita al mar y cuya caída es mensurable. Hay una relación directa entre la cantidad infinita de planetas y los tiempos diversos e incompatibles que existen. Fuera de los mundos, sólo la eternidad reemplaza a estas sucesiones efímeras y llena con la quietud de su luz inmóvil la inmensidad de los cielos. Inmensidad sin límites y eternidad sin fin: ésas son las dos grandes propiedades de la Naturaleza universal. 

EL GENESIS 
ALLAN KARDEC. 

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